domingo, 24 de enero de 2021

Mi madrastra Clara 1

Dos años después de la muerte de nuestra madre la vida había vuelto a la normalidad. No era lo mismo, claro. Yo seguía acordándome de ella, y la verdad es que Papá no servía para cuidar niños, a pesar de su buena voluntad. Enseñaba historia en la universidad, y a veces parecía que su cabeza estaba acompañando a los cruzados o contemplando la grandeza del Imperio Romano, en vez de estar en las tareas de casa. Así que yo, que aún no había cumplido los doce años, me había acostumbrado a ocuparme de mi hermano de siete y de mi hermana de cinco, y ellos no dudaban en recurrir a mí cuando necesitaban algo.

Yo ya estaba habituado a la nueva rutina, y no me hizo ninguna gracia cuando Papá empezó a salir con una mujer. Eso significaba que nos dejaba solos a menudo. Aunque me gustaba que confiase en mí para cuidar a mis hermanos, también empecé a sentir resentimiento contra esa desconocida que, tal como yo veía las cosas, intentaba robarnos a nuestro padre.
El día en que nos la presentó vimos que se trataba de una mujer rubia, más o menos de la edad de Papá. Se llamaba Clara. No es que fuera de una gran belleza, pero obviamente trataba de ser simpática con nosotros y solía tener una sonrisa en la boca. Pero yo estaba predispuesto contra ella y comencé a odiarla en cuanto la vi. Así que ésta es la mujer que quiere meterse donde nadie la ha llamado, pensé; pues no va a conseguirlo. Papá tendrá que elegir entre ella y nosotros.
Yo me mostraba educado con ella, pero muy frío. Sin embargo, para consternación mía, mis hermanos cayeron conquistados como idiotas. Cada vez que venía a vernos corrían a abrazarla y ella les cogía en brazos y les hacía mimos, como si fuera nuestra madre. Me daba asco.
Pronto empezamos a ir a sitios toda la familia junta: a pasar un día en el parque, o en el zoo, o en sitios así. Estaba claro que lo de Papá y ella iba en serio, y parecía que yo era el único que me daba cuenta de que eso no estaba bien. Me daba la sensación de que si no hacía algo iba a acabar ocurriendo lo peor.
Así que empecé a predisponer a mis hermanos en su contra. Los fines de semana yo solía leerles un cuento antes de que se acostaran, y un día les conté una historia de mi invención sobre unos niños cuyo padre se casaba con una madrastra perversa, que al principio parecía buena con los niños pero que en cuanto se casaba con el padre los envenenaba para librarse de ellos. Vi que la historia les afectaba y me regocijé pensando que ahora podría contar con ellos como aliados.
Pero por desgracia al día siguiente, cuando Clara vino a vernos, mi hermana pequeña se le echó al cuello y, llorando, le preguntó, Tú no vas a envenenarnos, ¿verdad? Mi padre y ella, como es lógico, se quedaron muy extrañados y le aseguraron que por supuesto que no iba a hacer una cosa así. Entonces Papá le preguntó que cómo se le había metido semejante idea en la cabeza, y la muy acusica respondió que yo se lo había dicho.
Yo por entonces había decidido que sería más útil en cualquier otro sitio, y ya me estaba escabullendo cuando Papá se volvió hacia mí y me gritó:  ¡Jorge, ve ahora mismo a tu cuarto y espérame allí. Tú y yo vamos a tener una conversación muy seria!
Corrí a mi cuarto, sintiéndome miserable. Tenía una idea muy clara sobre cómo iba a ser la conversación a la que se refería mi padre. Ya sabéis, esa clase de charla tras las cual te cuesta trabajo sentarte.
Me eché sobre mi cama y hubiera llorado si no fuera porque los hombres no lloran. Aunque sabía que poco después sí que acabaría llorando.
Al cabo de unos diez minutos Papá entró en mi cuarto, cerró la puerta y me dijo:
 Jorge, estoy muy decepcionado contigo. ¿Cómo has podido meterle miedo a tus hermanos contándoles semejantes mentiras?
Ya no parecía furioso, sino más bien triste. Yo empecé a sentirme algo culpable al verlo así.
 Pero es que no quiero que te cases con ella. No es nuestra madre, me defendí.
Ya sé que no es vuestra madre. No se trata de que ocupe su lugar ni de que os olvidéis de ella. Pero la vida sigue, y Clara es una buena persona. Cuando la conozcas mejor te darás cuenta de que no estás siendo justo con ella.
¡No quiero conocerla mejor y no quiero ser justo con ella! ¡Sólo quiero no volver a verla nunca más!, grité.
¡Bueno, ya es suficiente!, dijo Papá elevando también la voz y amenazándome con el dedo. Escúchame bien, jovencito. Es mi vida y tengo derecho a rehacerla y casarme con Clara. Si tienes miedo de que deje de quereros ya puedes tranquilizarte, porque lo seguiré haciendo siempre. Pero no voy a permitir que por un capricho infantil estropees lo mejor que nos ha pasado en estos dos últimos años.
Yo me limité a mirarlo con furia.
Él suspiró y me dijo: Quiero que le pidas perdón a Clara.
Yo le miré con incredulidad. Nunca, le dije desafiantemente.
Jorge, siempre trato de ser una persona razonable, pero cuando te portas mal con alguien espero que pidas disculpas, y cuando te mando hacer algo espero que me obedezcas.
No, repetí.
Está bien. Tú lo has querido, dijo Papá, mientras se desabrochaba el cinturón. Yo empezaba a arrepentirme de mi temeridad y traté de echarme atrás, pero estaba muy asustado y las palabras parecían no querer salir de mi boca. En lugar de eso comencé a llorar. Papá, ya con el cinturón en la mano, se acercó a mí, me desabrochó los botones del pantalón y me los bajó de un tirón hasta las rodillas. Después me agarró por el hombro y me hizo tumbarme sobre la cama.
Oí el ruido que hizo el cinturón al golpearme por primera vez, y un instante después sentí como si me hubiesen puesto un hierro al rojo vivo sobre el trasero. Grité y traté de incorporarme, pero con su mano libre Papá me estaba sujetando y no me dejaba moverme.
Quédate quieto. No empeores la situación, me dijo mientras me propinaba el segundo azote, aunque la verdad es que a mí no se me ocurría ninguna forma de que la situación empeorase aún más.
Los golpes siguieron llegando. No me pegaba con todas sus fuerzas, pero aún así los calzoncillos no ofrecían mucha protección y el cinturón dolía bastante. Pronto no pude evitar llorar con más fuerza y revolverme y soltar un grito de dolor con cada azote.

Al cabo de un rato que a mí me pareció media hora, aunque debió de ser menos de un minuto, se oyeron unos golpes en la puerta y Papá dejó de pegarme y fue a ver qué pasaba. Yo seguía llorando boca abajo sobre la cama, y le oí abrir la puerta y hablar con Clara en voz baja. En mi estado, ni siquiera me preocupaba que probablemente me estuviera viendo con los pantalones bajados.
Finalmente Papá salió de la habitación y la puerta volvió a cerrarse, dejándome que acabara de llorar solo.
Cuando salí de la habitación una hora más tarde, comprobé el estado de mi trasero en el espejo. Todavía dolía un poco, y las zonas donde había impactado el cinturón estaban enrojecidas, pero no había quedado ninguna marca.
Clara ya se había ido y Papá parecía haberme perdonado y no volvió a hablar de pedirle disculpas. A veces se sentía culpable después de administrar un castigo, y nosotros habíamos aprendido a explotarlo mirándole con expresión de reproche, pero en esta ocasión no me sirvió de mucho.
Vamos, no pongas esa cara de víctima, me dijo mi padre sonriendo. No has recibido nada que no te merecieras.
Lo peor es que hablando más tarde con mis hermanos me enteré de que Clara había intercedido en mi favor, tanto antes como durante los azotes. Me alegraba un poco que lo hubiera hecho, porque cualquier modo de evitar ese cinturón es bueno, pero me fastidiaba estar en deuda con ella.

Los azotes de Bennett 5

Bennett, ¿por qué sigues jugando X-Box? Te dije que abandonaras el juego hace 30 minutos.  Le dije a Bennett. Estoy furioso. Le dije a Benne...