EL CASTIGO DE MI SOBRINO


Joey supo que estaba en problemas en cuanto me vio. Mi hermana había dejado al niño de 12 años a mi cuidado durante su ausencia de tres días, y lo primero que hizo fue aprovecharse de la situación. A él y a un amigo los habían pillado faltando a la escuela, y tuvieron la mala suerte de que la madre del amigo los descubriera y me llamara de inmediato. No me hizo ninguna gracia, y Joey se dio cuenta enseguida. El chico rubio, de piel clara y ojos azules no podía mirarme a los ojos.
"¿Por qué hiciste esto, Joey?", le pregunté con severidad cuando íbamos en coche de regreso a casa desde la casa del amigo donde lo habían atrapado.

"No lo sé", respondió en voz baja, mirando al frente.

—Bueno, te diré ahora mismo que cuando lleguemos a casa puedes planear pasar un buen rato sobre mis rodillas —le dije.

"¿Me vas a azotar?" preguntó nervioso.

—Sí, soy Joey. Y también te bajarán los pantalones y la ropa interior. ¿Crees que no mereces una buena paliza?

"Supongo que sí", respondió.

El resto del viaje a casa transcurrió tranquilo y sin incidentes. Estoy segura de que Joey sentía un hormigueo en el trasero, expectante por la nalgada que estaba a punto de recibir. Nunca le había dado una buena nalgada, pero siempre pensé que le vendría bien una buena. No era un mal chico, pero a veces metía la pata, y ahora iba a ser yo quien aprovechara la situación y le diera la nalgada que tanto ansiaba.

"Sube a tu habitación y espérame", le dije una vez que entramos.

Mientras él iba a su habitación, fui a mirar en la de mi hermana y encontré un cepillo de pelo grueso, ovalado y de madera. Golpeándolo con la palma de la mano varias veces, me di cuenta de que haría maravillas con un trasero pequeño y regordete como el de Joey.

Fui a la habitación de Joey con el cepillo en la mano. "¿Me vas a azotar con eso?", preguntó, mirando nervioso el cepillo que tenía en la mano.

—Te voy a dar dos azotes, Joey —le dije—, uno con la mano y otro con el cepillo del pelo.

Una expresión de terror nervioso se dibujó en su rostro. Sabía que se lo merecía, y sabía que realmente iba a recibir una buena. Me senté en el borde de su cama. "Ven aquí, Joey", exigí con calma. Caminó lentamente hacia mí. "Mantén las manos a los costados", le dije. Alcancé el botón de sus vaqueros y lo desabroché. Bajé la cremallera y le abrí los pantalones antes de agarrar los costados y bajárselos bien por debajo de las rodillas. Tenía una mirada de nerviosismo mezclado con vergüenza. Deslicé las yemas de los dedos en sus calzoncillos y los bajé lentamente, dejando al descubierto la parte delantera y trasera. Iba a cubrir su pene suave, pequeño y lampiño con la mano, pero con cuidado retiré su mano a su costado. Lo tomé del brazo con cuidado y lo puse sobre mis rodillas. Podía sentir su pene presionando contra mi rodilla una vez que lo tuve en posición. Mis nudillos rozaron ligeramente sus nalgas mientras levantaba el faldón de su camisa por encima del blanco y pálido objetivo. Sosteniéndolo firmemente con mi brazo sobre su espalda, apoyé mi otra mano sobre su suave trasero.

"¿Cuántos me vas a dar?" preguntó nervioso.

"No lo sé, Joey", respondí. "Pero puedes estar seguro de que tendrás ampollas cuando termine contigo".

Froté las nalgas regordetas de Joey por todas partes y también entre su profunda raja del trasero. Se tensó cuando la punta de mi dedo rozó su estrecho y pequeño agujero. Después de unos minutos de frotarlo suavemente, estaba lista para empezar los azotes.

—Joey, levanta el trasero —exigí mientras levantaba mi mano en el aire.

Joey levantó el trasero hacia mí con vacilación, y en cuanto mi mano descendió rápidamente a la parte inferior, justo por encima de las piernas, se sobresaltó por la picadura y seguí golpeándolo repetidamente.

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Joey gimió y pateó de dolor. Su trasero se puso rojo cereza y poco a poco se tornó de un intenso color carmesí. Sabía que le dolía y que no se sentaría cómodo durante días, pero lo necesitaba. Después de cincuenta fuertes palmadas en sus nalgas desnudas, todo su trasero brilló con un rojo intenso, aunque oscuro. Froté su piel caliente por unos instantes, dejándolo llorar.

Después de unos minutos, Joey por fin se tranquilizó y tomé el cepillo. "¡Por favor, basta!", suplicó con miedo.

Lo ignoré y levanté el cepillo, bajándolo con todas mis fuerzas sobre su nalga izquierda. Gritó de dolor y sacudió los pies en el aire. Bajé el cepillo una segunda vez, esta vez sobre su nalga derecha. Seguí azotándolo con el cepillo, alternando nalgas hasta que ambas se tiñeron de un azul violáceo. Definitivamente no aguantaría días sentado con esos moretones. Agarré una nalga magullada con una mano y la separé, dejando visible su pequeño y rosado ano. Le di una rápida caricia con el cepillo, haciéndole soltar un grito desgarrador. Le di diez palmadas en el ano, sabiendo que lo sentiría durante mucho tiempo. Dejé el cepillo y comencé a golpearle las nalgas magulladas con la mano una vez más. Había dejado de gritar y ahora solo lloriqueaba incontrolablemente.

Finalmente lo levanté de mi regazo, asegurándome de que no se tocara el trasero magullado e hinchado. Su pene ya estaba completamente erecto por el roce contra mi rodilla durante su castigo, y lo único que quería era aliviarlo, pero decidí no hacerlo. Sin embargo, dejé que mi mano acariciara suavemente su pene mientras le aplicaba loción calmante en el trasero dolorido.