domingo, 24 de enero de 2021

Aquellos 50 céntimos

Cuando cursaba el quinto grado, revisando una de las viejas carteras de mamá, tuve la suerte,  lo que es, -como se verá-, sólo una manera de decir, de dar en el fondo de una de ellas con un ajado billete de cincuenta pesos, apenas visible en medio de un  revoltijo de manoseados papeles, olvidado allí quién sabe desde hacía cuánto tiempo.
Seré breve, fue verlo y calcular de inmediato la cantidad de chocolatines blancos que podía comprar lo que me impulsó a silenciar el hallazgo para transformarlo, al día siguiente, camino del colegio, en varios puñados de mis golosinas favoritas.

Llegué a la  clase con más de treinta chocolatines guardados en la cartera entre los útiles escolares.

Para no delatarme, los primeros los consumí en el baño del colegio durante los recreos y los papeles a medida que los desenvolvía los fui arrojando al inodoro.

Recién rumbo casa comencé a preocuparme seriamente por el resto de los chocolatines y las posibles consecuencias de mis acciones, pues tenía plena conciencia de haberme apoderado de un dinero ajeno para malgastarlo todo en chocolate, sustancia que no me permitían consumir en exceso.
 

Ante mi se abrían entonces dos caminos: sincerarme con mamá y aceptar lo que sin duda caería enseguida, una severa reprimenda aderezada con alguna penitencia más o menos desagradable o bien cruzar los dedos, callarme la boca y, -que-fuera-lo-que-Dios-quiera-. Opté por lo último.

Al comienzo la suerte estuvo de mi parte, cuando llegué mi madre estaba muy atareada, apenas si me prestó atención mientras me ayudaba a quitarme el delantal y lo mismo durante el almuerzo.

Por la tarde tampoco me pidió los cuadernos ni revisó mi cartera, de manera que, después en mi habitación, mientras completaba los deberes, devoré uno a uno todos los chocolatines que quedaban.
 

La evidencia delatora, o sea los envoltorios, los fui escondiendo en el fondo de la cartera con el propósito de deshacerme de ellos al día siguiente en los baños del colegio.

Todo marchaba a la perfección hasta que, en algún momento, mi organismo dijo basta. 

A la hora de la cena llegué descompuesta, el olor de la comida me producía nauseas, rechacé la  cena aduciendo un fuerte dolor de estómago.

Resistí la insistencia de mi madre para que tomara algún bocado, lloriqueando aseguré hallarme descompuesta. Papá observó que tenía el rostro muy congestionado. Luego de un breve conciliábulo, resolvieron mandarme a la cama, donde me tomarían la temperatura y me llevarían un te digestivo.

Haciendo ascos tomé aquel brebaje, el termómetro no acusó fiebre, de modo que no creyeron conveniente molestar al médico por una posible indisposición pasajera. Resolverían qué hacer conmigo al día siguiente de acuerdo al estado que presentara…

Por la mañana antes de salir para el trabajo papá pasó por mi dormitorio a observarme y se despidió con un beso. Al salir le oí decir a mamá que yo no tenía buen semblante, que por las dudas no me mandara al colegio y me tuviera en cama hasta el mediodía, si durante la mañana llegaba a tener vómitos o me quejaba de dolores intensos entonces que llamara enseguida a nuestro médico.

 Un poco más tarde mamá me trajo el desayuno a la cama. Aprovechó para colocarme el termómetro en la ingle. Al levantarme el camisón descubrió mi abdomen salpicado de erupciones y algunas ronchas enormes en la parte donde había estado rascándome.  Pero no dijo nada, solamente me informó que no tenía fiebre y por último me examinó la lengua.

Yo, -a excepción de las molestias que me producía la picazón de la urticaria-, ajena por completo a las idas y venidas de mi madre, me encontraba en el mejor de los mundos. Hasta que escuché que hablaba por teléfono, al parecer con papá.

Sigilosamente salté de la cama y me arrimé a la puerta para escuchar. Alcancé a oír que respondía con enojo: “-Sí, sí claro, le voy a dar una enema enseguida, pero antes va a recibir una que ni se la imagina…”

No quise escuchar más, con el corazón en la boca, regresé de un salto a la cama. La perspectiva de la enema, sospechada desde el momento mismo que me hizo sacar la lengua, resultaba de por sí desagradable, pero lo que me resultaba más inquietante era la “otra cosa” que iba a darme…
 

Permanecía yo en la cama, inmóvil, angustiada y con el oído atento a cualquier movimiento que revelara la proximidad de mamá, cuyas idas y venidas desde la cocina al cuarto de baño acompañaba mentalmente.

Por fin apareció en la puerta para ordenarme que me calzara las pantuflas para acompañarla al baño. Lo que hice sin demora. Allí estaba ya todo dispuesto: colgada del respaldo de la silla una toalla grande y sobre el asiento la palanganita de plástico con la pera de goma para enemas, el pote de vaselina y un paquete de algodón.

Mientras ella desocupaba la silla para tomar sentarse y colocar sobre su regazo la toalla doblada en cuatro, me pidió que me sacara la bombacha. Después hizo que me colocara atravesada boca abajo sobre la toalla como hacía siempre cuando me ponían enemas o supositorios.
 

Lo que percibí, una vez instalada de cara al piso, no fue la habitual sensación provocada por el molesto pico de la pera de goma tratando de franquear la entrada de mi cuerpo , sino una inesperada, fuerte, sonora y ardiente palmada en medio de las nalgas, a la que siguió otra, otra y otra del mismo calibre e intensidad…

Mamá suspendió momentáneamente el castigo para formalizar  un detenido interrogatorio. Quería saber: cuándo, cómo, dónde y por obra de quién había conseguido yo los chocolatines…

En vano traté de ganar tiempo fingiendo no entender sus preguntas, eso le valió a mi desguarnecido trasero una crecida y violenta salva de azotes. Pues aunque aplicados con la mano abierta resonaban sobre mi piel como auténticos cañonazos.

Entre azote y azote, mamá, me hizo comprender que resultaba inútil que me hiciera la desentendida o tratara de negar los hechos porque ella había descubierto en mi cartera los envoltorios de los chocolatines y blancos, -¡nada menos!-, los más indigestos…

Entonces, entrecortadamente a causa de los sollozos confesé todo de Pe a Pa. A medida que la verdad salía a la luz, el enojo de mi madre crecía y el vigor de sus azotes también…

Nunca hasta esa oportunidad, en los once años y medio que llevaba vividos había sufrido una paliza como aquella pues si bien mis padres eran ordenados y estrictos, no empleaban conmigo  castigos corporales.

Ellos eran partidarios de las penitencias, aunque, -algunas veces-, a mamá sobre todo, cuando se le volaban los pájaros, se le iba la mano, entonces sí, me propinaba tirones de pelo o de orejas… En tanto papá, -en las contadas oportunidades que logré sacarlo de las casillas-, se vio ocupó de encajarme sobre la ropa un par de palmadas, pero jamás fueron azotes y menos en las nalgas desnudas.

Una vez terminada la sesión de azotes, extendida y llorosa recibí, creo que hasta con cierto alivio, la intrusión de la pera de goma y la descarga del líquido en los intestinos… El resto del día lo pasé en la cama.


Al cole en pañales 1

Capítulo 1:  “La junta”

La Profesora Sandra explicaba a los padres de familia las principales características de lo que sería la forma de trabajo para tener los mejores logros para el próximo curso que empezaría en unos días.

La profesora era nueva en la escuela, pero tenía gran experiencia como profesora en prestigiosas primarias privadas, cuestión que daba tranquilidad a los padres de familia.

Luego de explicarles temas como tareas, evaluaciones, paseos, comento el tema de la disciplina e indico:

-Como todos sabemos muchos niños y niñas son un poco mañosos y buscan cualquier oportunidad para perder el tiempo y desligarse aunque sea por un momento de sus obligaciones, una de las formas más fáciles que encuentran para poder salir de clase es el permiso para ir al baño.

-En mi experiencia de muchos años estoy segura que esta práctica ocasiona mucha pérdida de tiempo y distracción de los alumnos, en la escuela donde daba clases resolvimos que para evitar estas prácticas se prohibiera salir al baño durante las clases, los alumnos deberían ir la baño antes de entrar a clases por la mañana, luego durante el recreo y por último al salir de clases, es común que acabando de regresar de recreo muchos alumnos piden permiso para ir al baño, lo que yo me pregunto es ¿porqué no fueron durante el recreo?, simple durante el recreo se dedicaron a jugar y se olvidaron de ir al baño.

-Los alumnos de cuarto grado ya tienen la madurez suficiente para aguantar en la mayoría de los casos las ganas de ir al baño si van durante el recreo, así que no hay razón válida para pretender salir al baño durante las clases.

Una señora interrumpió preguntando

-¿pero qué pasa si un alumno efectivamente le urge ir al baño durante las clases? ¿Ni así lo deja salir?

La Profesora contestó:

-Cuando se pone una norma es para cumplirla siempre si no, no funciona y además es imposible saber cuando el alumno efectivamente fue al baño en el recreo y aun así le dieron ganas de nuevo, suele pasar esto ya sea porque tomaron mucho líquidos o por tomar alguna bebida con características diuréticas, en ese caso ese alumno está en un problema.

-¿Y qué va  a hacer ese alumno? Ni modo que se aguante tanto que se pueda enfermar, tendrá que hacer pipi ¿lo va a hacer en sus pantalones?

-No desde luego que siempre se les dice a los alumno que no se aguanten mucho las ganas, si tienen ganas durante las clases y todavía falta para la salida o el recreo lo mejor es que hagan pipi

Alarmada una señora preguntó

-¿¿¿En los pantalones???

La profesora contestó:

-Bueno para evitar que los alumnos mojen los pantalones o las faldas, nosotros recomendamos que manden a su niños con pañal, así si tienen un “accidente” solo mojaran los pañales

La misma señora cuestiono:

-Y si un niño no usa pañal ¿tendrá que mojar los pantalones?

-Pues sí, no le quedará más remedio que mojar los pantalones

-Pero no pueden obligar a los alumnos a usar pañales

– No los obligamos, como les dije antes, solo recomendamos que los manden con pañal, no es obligatorio, pero no lo vean tan tremendo, la experiencia marca que al principio los niños son muy renuentes a usar pañal pero poco a poco se van convenciendo que lo mejor es usarlos ya que así evitan mojar los pantalones, cosa que además de muy incomodo, obvio les da mucho más pena que usar el pañal ya que nadie se da cuenta que lo usa y menos si lo moja, en cambio al mojar los pantalones todos sus compañeros se dan cuenta y aunque estamos muy atentos  a que no haya ningún tipo de burla, ya sabemos cómo son los niños.

-Si un niño moja el pañal como digo nadie tiene por que darse cuenta, si lo mojo antes del recreo es muy importante que durante el recreo vaya a la enfermería a que le cambien el pañal para evitar rozaduras e incomodidades, pero insisto nadie se dará cuenta que mojo el pañal, bueno a lo mejor en la enfermería se encuentra a algún compañero, pero como este también fue a que le cambiaran el pañal no habrá mayor problema.

-Les voy a pasar un formato para que lo llenen los papas que piensan mandar a sus hijo en pañal, los que por el momento no los piensen mandar en pañal, en cualquier momento pueden decidir mandarlo en pañal, basta con que me manden un recadito y no habrá problema.

-Es importante que estén conscientes que si un alumno que no usa pañal tiene un “accidente” y moja su ropa, tendrá que ir en ese momento a la enfermería a que lo cambien, le pondrán un pañal, mismo que ustedes tendrán que reponer al día siguiente y como mojo su ropa obvio se quedara el resto del día solo con pañal, cosa que les da mucha pena, una cosa es que uses pañal y otra que lo traigas a la vista de todos.

-Además a partir del día siguiente tendrá por obligación que venir a la escuela en pañal todos los días hasta que acabe el curso, les aseguro que después de los primeros meses todos los alumnos de este grupo vendrán en pañal a la escuela, todos los niños tarde o temprano tienen un “accidente”, así que insisto, evítenle la pena a su hijo de mojar la ropa delante de todos sus compañeros y mejor mándelos desde el lunes en pañales.

-¿y qué pañales les compramos? Yo solo he visto de bebes y para adultos, pero creo que ninguno de estos les quedaran

-Efectivamente los pañales para adultos no les van a quedar, solo les van a hacer mucho bulto en la entrepierna, es mejor que les compren pañales de bebe, los pampers etapa 6 les van a quedar muy bien.

-No se les vaya a ocurrir ponerles de los pañales- calzoncitos que venden para niños que mojan camas, mi experiencia me dice que es común que estos calzoncitos no absorben lo suficiente y son comunes los “accidentes” en los que mojan la ropa

-Los padres que decidan mandar a sus hijos en pañales tendrán que enviar una pañalera o puede ser cualquier bolsa con dos mudas de pañales y con lo que quieran que limpien a su hijo cuando le tengan que cambiar el pañal, lo mas practico son las toallitas de bebe y pueden mandar talco y crema de bebe para garantizar que el olor a pipi se quite completamente.

Una mamá cuestiono:

-Siento que aunque esta puede ser una buena medida para evitar distracciones dentro del salón por idas al baño nuestros hijos se van a sentir discriminados con respecto al resto de los niños, ya que serán los únicos en la escuela que usen pañal

La profesora  argumento:

-En parte tiene razón, los niños pueden sentirse discriminados, sin embargo le diré que no tendrían porque los niños de otros salones enterarse que en este grupo la mayoría de los niños usan pañal

-Es muy difícil que no corra la noticia por toda la escuela, ya ven como corren los chismes

-Es cierto sin embargo aun cuando sepan que algunos niños de este grupo usan pañal, nunca sabrán con precisión quiénes son y por otro lado ni les conviene burlarse porque seguramente en poco tiempo toda la escuela estará igual.

-Quiero decirles que la Directora de la escuela está muy interesada en el tema y si funciona como le he dicho que opero en la escuela que estaba antes, su idea es poner la misma política en toda la escuela, desde jardín de niños hasta la secundaria, así que seguramente todos los niños terminaran en pañales.

Después de agotar el tema por completo pasaron a otras cuestiones y se dio por terminada la junta.


Falsificar la firma de mamá en la agenda del cole

Cuando yo tenía quince años, estudiaba Bachillerato en un colegio donde había unas normas y un control bastante estricto. Todos los alumnos teníamos que llevar un diario que servía de correspondencia entre los profesores y las familias en el que se anotaban además de los deberes cotidianos todas las incidencias sobre el rendimiento y comportamiento del alumno en la clase y los padres tenían que firmarlo diariamente.

Un día yo no hice ninguno de los deberes de ninguna asignatura. Todos los profesores me pusieron la correspondiente observación en el diario. Esto, añadido a la mala conducta que había venido demostrando últimamente y que también quedó reflejada en el diario, provocó que aquel día yo no se lo enseñara a mi madre y falsificara la firma. El problema es que el profesor tutor llamó por teléfono a casa y la puso al corriente de lo ocurrido. Como consecuencia de lo que había hecho, me expulsaron durante una semana.
Esa misma tarde de viernes, nunca se me olvidará, nada más entrar mi madre me preguntó por el diario. Yo no sabía qué hacer, pero tuve que entregárselo, lo leyó y ,señalando la firma falsificada, me dijo:
- ¿Te parece bonito?
Yo me quedé mudo. Sin más me llevó a mi habitación, se sentó sobre el borde de la cama, me desabrochó el cinturón, me bajó la cremallera, me bajó los pantalones, me bajó los calzoncillos hasta los tobillos y, mirándome cara a cara desnudo de cintura para abajo, me dijo:
- Prepárate. Ya verás cómo te voy a poner el culo. 
Después me tumbó boca abajo sobre sus rodillas, me quitó los zapatos,luego los pantalones y luego los calzoncillos, levantándome bien el jersey para dejarme todo el pompi al aire y bien a la vista, colocándomelo a su gusto para proceder a darme la azotaina. Yo, ante la vergüenza de la desnudez de mi trasero como de mis partes delanteras, que también se me veían y ante el hecho de imaginar, lo que me esperaba,pude notar el color rojo de mi cara, aunque no tan rojo ni mucho menos como tendría el culo dentro de unos instantes. Se quitó la zapatilla y comezó a propinarme unos buenos azotes. Después de un largo rato recibiendo unos buenos zapatillazos, el culo me ardía, me escocía y me dolía. Paró un momento para inclinar mi cuerpo un poco más hacia adelante y colocarme el pompis más hacia arriba, más en pompa con el fin de tenerlo más a la vista y poder pegarme mejor y aún más fuerte. Yo, como veía que la azotaina proseguía y ante el dolor que sentía en mi trasero y el que aún me quedaría probablemente por sentir, empecé a morder la manga del jersey para poder resistir mejor la dura de los azotes que me estaban dando. La zapatilla resonaba como si me estuviese rompiendo el culo en mil pedazos y esa impresión tenía yo también cuando se me clavaba en el pompis a cada azote que recibía. Me daba una tanda diez o doce azotes en cada lado y luego en el centro, abriéndome bien la raja para que pudiese sentir también allí el castigo. Se me hacía interminable y empezó a dolerme tanto que ya empezaron a saltárseme las lágrimas. Después de otro largo rato paró, me levantó y me mandó ponerme de cara a la pared, diciéndome:
- Te he dado doscientos azotes con la zapatilla, pero no he terminado todavía. Lo que has hecho no tiene nombre. Son muchas faltas gordas cometidas a la vez: no hacer los deberes de matemáticas, ni de historia, ni de lengua, ni de inglés (cuatro faltas graves ya), mal comportamiento en clase y la más grave de todas: falsificar la firma. Ponerte el culo como un tomate es poco. Te lo voy a dejar además bien señalado y en condiciones de que te acuerdes para toda la vida de la azotaina que te voy a dar hoy. Te aseguro que no te vas a poder sentar en una buena temporada y vas a estar sin poder ponerte el calzoncillo en unos cuantos días.
Dicho esto y después de unos minutos, cogió el cinto duro y ancho que utilizaba conmigo con frecuencia, colocó dos almohadas una encima de otra sobre la cama y me dijo:
- Ponte sobre los almohadones con el culo en pompa. Ya sabes cómo tienes que hacerlo. Vete preparando.
Yo casi no me atrevía a rechistar, pero aún así llevándome la mano a mi dolorido trasero desnudo y ardiente dije:
- Mamá, me duele mucho.
- Y más que te va a doler. Quítate también el jersey y prepara el culo para otros doscientos azotes y esta vez con el cinto.
Sentía pavor hacia lo que me esperaba y enrojecí de nuevo, pero tuve que obedecer. Me incliné sobre la cama, me coloqué sobre los almohadones y así, con el culo bien en pompa y completamente al aire, en la posición idónea empecé a recibir los terribles azotazos que empezó a darme con el cinto. Éste era tan duro que se me clavaba decidamente en el pompis, haciéndome el daño y las señales correspondientes y era lo suficientemente ancho como para dejarme todo el culo bien marcado en cuatro azotes dados de arriba a abajo. Aquello se me hacía irresistible. Mordía la manta para no chillar, pero aún así a veces se me escapaba algún gemido y lloraba a moco tendido. El pompis me dolía, me escocía y me ardía cada vez más. Cada vez que sentía un nuevo azote sobre él era como un fuerte latigazo lleno de furia, picor, escozor y  fuego. Después de unos cuantos azotes, volvió a colocarme el culo sobre los almohadones para ponérmelo de nuevo en la posición más idónea para azotarme en él con el cinto y me lo hizo levantar un poco más, lo que aumentó considerablemente el efecto de los azotes, dejándomelo castigado a tope. Cuando había terminado de contar los doscientos azotes, me ayudó a levantarme porque yo casi no podía, pues sentía como si el culo se me fuera a partir en mil pedazos. Así, con todo el culo al aire, más colorado que un tomate, hinchado y señalado a tope, y completamente desnudo me volvió a colocar de pie de cara a la pared, esperando la que iba a ser mi tercera tanda,  tal y como ella misma me anunció.
Pasados unos cuantos minutos, se sentó de nuevo sobre el borde de la cama, me tumbó otra vez boca abajo sobre sus rodillas y con todo el pompis a la vista me dio los doscientos últimos azotes que, esta vez con la mano, pero bien fuertes y, dados sobre mi trasero ya dolorido, más que castigado y hecho una pena, me hicieron dar algún que otro gemido. Al terminar la azotaina, me levanté a duras penas con las dos manos puestas detrás y llorando como una magdalena. Tenía los ojos llenos de lágrimas y éstas se deslizaban por toda la cara hasta la comisura de los labios y la barbilla. Mi madre aún me regañaba ante el dolor y la vergüenza que me producía el hecho de verme y de que me viera en esas condiciones: completamente desnudo por delante y por detrás y con el culo íntegramente al rojo vivo, hinchado como un gran globo colorado a punto de estallar y cubierto totalmente de líneas violáceas y de señales del cinto, de la mano y de la zapatilla. Cuando abrió la puerta del armario para que me lo viera en el espejo, mi vergüenza aumentó aún más y empecé a comprender las consecuencias de mis actos y, al marcharse de la habitación, me tumbé boca abajo sobre la cama llorando desesperadamente.
   Durante la semana siguiente, en la que estuve expulsado sin ir al colegio, mi madre me dio diariamente dos azotainas para que recordara bien lo que había hecho. La primera me la daba por la mañana en el cuarto de baño al salir de la ducha, tumbado sobre sus rodillas y con el cepillo de baño o la zapatilla. La segunda, por la noche, en el dormitorio antes de ir a la cama con el cinto. Siempre lo hacía con el culo al aire como era costumbre y en cada sesión me
daba doscientos azotes, que unidos a los que se iban acumulando ya me ponían a tono. La verdad es que en aquella ocasión me dejó el culo casi en carne viva.  Por supuesto que durante esta semana no me curó ni una sola vez. Solamente pasados estos siete días y acabadas las azotainas, empezó a curarme el pompis como lo hacía en otras ocasiones: tres veces al día me ponía con el culo al aire sobre sus piernas o sobre la cama y me lo curaba primero con alcohol, aunque viera las estrellas y después con una pomada que me aliviaba bastante. Estas curas duraron mucho tiempo. Después de la semana de expulsión, no volví al colegio hasta el siguiente trimestre, pues inmediatamente después llegaron las vacaciones de Navidad. Durante todas estas vacaciones no salí de casa porque estaba castigado y además no podía prácticamente sentarme ni ponerme tan siquiera los calzoncillos sin que sufriera seriamente al hacerlo. Me molestaba tener que andar por casa sin ellos y que mi madre me viera con todo el culo al aire, bien colorado, bien señalado, bien dolorido y bien castigado, pero tuve que reconocer que tenía razón cuando me advirtió al darme la azotaina de que iba a estar sin poder sentarme y ponerme los calzoncillos durante una buena temporada.
Las Navidades pasaron y yo tuve mis regalos de Reyes. Ya había tenido bastante con los azotes y no salir a la calle. El castigo fue muy duro, pero lo que hice fue también muy grave, y desde luego no volví a repetirlo. Aprendí bien la lección y no la he olvidado todavía, ni la lección ni el castigo que sufrí para aprenderla.

El castigo del director 2


- Señor Brown, aquí hay dos alumnas que vienen a verlo,- le comunicó su secretaria por el intérfono.
- ¿Les ha preguntado de qué se trata, señora Howard?
- El tutor de tercer curso las envía con una nota por hablar en clase de forma reiterada, señor. Por lo visto ha tenido que llamarles la atención varias veces.
Robert suspiró. Lo que le faltaba. Precisamente ahora, cuando más ocupado estaba. Por culpa de las reglas que sólo permitían al director imponer castigos corporales, Robert había tenido que quedarse hasta tarde en más de una ocasión. Cuando había aceptado este puesto, no se imaginaba que iba a pasar tanto tiempo calentando el trasero de las revoltosas alumnas de la escuela. St. Claire era una escuela muy exclusiva, presumía de un excelente nivel académico y deportivo y mantenía una estricta disciplina. Raro era el día en que no tenía que azotar al menos a una o dos alumnas. Algunas veces parecía que se pasaba toda la mañana disciplinando a una jovenzuela tras otra. En los cinco primeros cursos había un total de casi 450 alumnas, a razón de tres clases de unas 30 alumnas por curso. A las chicas mayores raramente era necesario castigarlas físicamente, aunque los casos de indisciplina más graves también debía resolverlos Robert.
Tenía ganas de decirle a la señora Howard que las hiciera esperar hasta que terminase lo que estaba haciendo, pero no quería hacerlas perder clases, así que con resignación le indicó que les preguntara el nombre y las hiciera pasar.
Las dos pequeñas, de unos nueve años, entraron lentamente, con los ojos abiertos como platos. Robert tuvo que reprimir una sonrisa. Aunque en su vida privada era bastante bromista, es cierto que trataba de cultivar una imagen de persona seria y severa para beneficio de sus alumnas, pero tal vez tuviera demasiado éxito: Algunas de las más pequeñas parecían temerle como si fuera un ogro. En fin, bueno estaba aparecer como el malo de la película si servía para conseguir que se comportaran.
- Susan Lloyd y Lila Thompson, ¿verdad?
Ellas asintieron tímidamente con la cabeza.
- Os han mandado venir a verme por hablar demasiado en clase. ¿No es así?
Otro asentimiento.
- Vaya, pues no parecéis muy habladoras para estar metidas en líos por hablar más de la cuenta. Está bien, sentaos y recordad que es de mala educación no responder cuando se os habla, ¿entendido?
- Sí, señor.
- Eso está mejor. Vamos a ver,- dijo, hojeando sus expedientes.- Susan, veo que ésta es la primera vez que visitas mi despacho, mientras que Lila ya ha estado aquí otras dos veces... Bueno, pues ya sé por qué estáis aquí. Debéis saber que no me gusta nada que mis alumnas impidan que las clases transcurran con normalidad.Pero todavía no he oído vuestra versión, así que si tenéis algo que decir en vuestra defensa éste es el momento de hacerlo.
- Señor, nosotras apenas estábamos hablamos,- dijo Lila, que parecía ser la que llevaba la voz cantante.
- Vaya, ¿queréis decir que vuestro profesor no está diciendo la verdad?,- se interesó Robert, implacable.
- No..., no, señor... lo que ocurre es que estaba todo el mundo hablando, y el señor Lewis gritó que nos calláramos, y todas se callaron menos Susan y yo, que no nos enteramos.
- Ya veo. ¿Y qué quiere decir eso de que estabais interrumpiendo la clase "de forma reiterada"?
Ante esta pregunta parecieron quedarse sin respuestas.
- ¿Es cierto o no que vuestro profesor os llamó la atención más de una vez? Si no lo es lo mejor será que me lo digáis para que yo lo llame y aclaremos este malentendido entre todos.
Lila no respondió y Susan se echó a llorar. Robert suspiró de nuevo.
- Vamos, vamos,- dijo, con más suavidad.- No hay para tanto. No os voy a comer. Pero me temo que no os habéis portado bien, y ¿sabéis lo que les pasa a las niñas que no se portan bien en Lakewood Hills?
- ¿Les mandan a su despacho?
- Exactamente. Y yo les doy unos azotes para recordarles que deben ser buenas... Vengan conmigo.
Robert se levantó y colocó en el centro de la habitación la vieja y robusta silla que solía utilizar para castigar a sus alumnas.
- Susan, acércate. Tú irás primera,- dijo mientras se sentaba, pensando que sería cruel hacer esperar a la pequeña que estaba más asustada.- Y Lila, mientras tanto tú vete al rincón y espera tu turno... Eso es, de cara a la pared... Y pon las manos sobre la cabeza... Buena chica.
Una vez que Susan estuvo delante suya, Robert introdujo las manos por debajo de su falda, agarró el elástico de sus braguitas y se las bajó hasta las rodillas. A las alumnas de más de diez años siempre les permitía conservar esa última capa de ropa durante los castigos, como concesión a su modestia, pero con las pequeñas no lo consideraba necesario.
- Venga, vamos allá,- dijo mientras la colocaba sobre sus rodillas y le doblaba cuidadosamente la falda sobre la espalda, dejando al descubierto su trasero desnudo.
Sin más dilación comenzó a azotar con la palma de la mano las nalgas de la pequeña. Los golpes no eran muy severos, porque estaba claro que se trataba de una niña bastante sensible, que ya estaba hecha un mar de la lágrimas ante el hecho de estar siendo castigada. No había necesidad de ser muy duro con ella para que aprendiese la lección. A pesar de todo, la mano del director cubría el trasero de Susan una vez tras otra, y los azotes y el llanto resonaban en el silencio del despacho.
En poco más un minuto Robert dio por concluida la azotaina y la ayudó a levantarse. Tras volverle a subir las bragas y alisarle la falda, le dio un beso en la frente y la abrazó, abrazo que la pequeña devolvió como si le fuera la vida en ella.
- Ya está, ya está. No llores más...,- la calmó Robert, con ternura.- Ya pasó...
Varios minutos después, cuando por fin consiguió que se dejase de llorar, Robert le indicó a Lila que se acercase y a Susan que ocupase su puesto.
- Está bien, jovencita. Es tu turno,- le dijo.
Tras prepararla del mismo modo que a Susan, Robert la tendió sobre sus rodillas y tras descubrir su trasero procedió a castigarla. Al contrario que su compañera, Lila parecía grande para su edad, y también bastante más dura. Robert tuvo que incrementar la fuerza de los azotes para obtener la reacción esperada.
Los azotes se sucedían uno tras otros, entremezclados con la voz de Robert, que reñía suavemente a la pequeña, y más tarde con los llantos de ésta última. Las azotainas de Robert no tenían un numero fijado de antemano de azotes, sino que se prolongaban hasta que la rapazuela de turno, cualquiera que fuera su edad, llorase arrepentida, y Robert considerase que había aprendido la lección. Por eso en esta ocasión el castigo duró al menos el doble de tiempo. Cuando acabó, sin embargo, Lila era una niña que lloraba desconsolada, con las nalgas totalmente enrojecidas y la lección bien aprendida.
"Bueno", se dijo Robert, "pues esto ya casi está terminado". No por primera vez, pensó que ahorraría mucho tiempo- y dolor de manos- si existiese una máquina automática de dar azotes. "En fin, no se puede tener todo."
Sin más, el director consoló a Lila, llamó también a Susan, les permitió sonarse en el pañuelo que tenía a tal efecto y las mandó de vuelta a clase tras darles un pequeño sermón para recordarles que si no querían ser castigadas lo único que debían hacer era comportarse como Dios manda.
"A ver si puedo tener un poco de paz", pensó mientras volvía a concentrarse en su trabajo.

El castigo del director 1


El director del colegio, Robert Brown, a pesar de su juventud ya tenía una experiencia de seis años en su puesto, y sabía cómo manejar casos difíciles como éste. En esos momentos
 miraba con rostro serio y desaprobador a la alumna que estaba sentada ante su mesa.
- Señorita,- dijo con su tono de voz más severo,- su comportamiento es totalmente inaceptable. Sus padres hacen un esfuerzo para pagarle la mejor educación, ¿y así es como usted se lo agradece? Ya es la segunda vez esta semana que es sorprendida haciendo novillos. ¿No tiene nada que decir?
La muchacha no parecía dispuesta a decir nada. A sus trece años, Kathy Symons ya había estado más de una vez en el despacho del director, pero su atmósfera seria e intimidatoria le seguía afectando como el primer día: 
Miraba fijamente al suelo y se mordía los labios, mientras jugueteaba nerviosamente con un mechón de su cabello pelirrojo.
- Ya lo suponía,- suspiró Robert.- No hay mucho que decir en su favor, realmente. Estoy empezando a cansarme de verla por mi despacho, ¿sabe? Hace tres días estuvo usted aquí y creo recordar que accedí a imponerle un castigo leve a cambio de que me prometiera tomarse con más seriedad sus responsabilidades. No me parece que se haya tomado usted muy en serio esa promesa, pero le aseguro que esta vez intentaré causarle una mayor impresión.
- Veamos...,- dijo tras pasar un rato ojeando el abultado expediente disciplinario de su alumna.- Ante un caso de reincidencia en una falta grave en una misma semana, el castigo normal para las alumnas de su edad sería una suspensión de un día, pero realmente no me gusta la idea de que pierda horas de clase justo antes de los exámenes. Además, siempre me ha parecido un contrasentido castigar con una expulsión de clase a las alumnas que hacen novillos. Así que voy a ofrecerle una alternativa: Puede escoger el castigo oficial o puede optar por el castigo que normalmente se reserva para las alumnas más jóvenes. 
¿Qué prefiere?
El rostro pecoso de Kathy se ruborizó visiblemente al preguntar:
- ¿El castigo que normalmente se reserva
 para las más jóvenes? ¿Se refiere a...?
- A esó exactamente me refiero, señorita. Puede usted elegir entre la suspensión o una buena azotaina. ¡Vamos! No tengo tiempo que perder. ¿Qué es lo que prefiere?
La chica se revolvió indecisa en su asientos. No era extraña a los castigos corporales que el director del colegio solía imponer a las alumnas más jóvenes, pero desde luego no esperaba volver a recibirlos a su edad. Por otra parte, tampoco le resultaba más agradable la perspectiva de tener que decirles a sus padres que la habían expulsado del colegio durante un día debido a su reiterado mal comportamiento.
- ¿Y bien?
- Yo... Yo elijo la azotaina, señor Brown,- consiguió decir Kathy con un hilillo de voz, ruborizándose aún más.
Es una pena que una jovencita tan encantadora esté siempre metiéndose en líos, pensó Robert.
- Muy bien,- dijo Robert mientras se ponía en pie.- Pues acabemos cuanto antes, por favor. Pase por aquí.
Se acercó a la sólida silla de respaldo recto que utilizaba habitualmente para estos menesteres y la colocó en el centro de la habitación.
- Vamos, no se haga de rogar,- dijo señalando con impaciencia a Kathy.- Acérquese aquí.
Robert se sentó e le hizo un gesto con la mano a Kathy para que se aproximara más. En cuanto la tuvo a su derecha, sin más ceremonia le puso la mano en la espalda y la empujó suavemente para que se tendiera sobre sus rodillas.
- Había esperado no volverla a ver en esta situación,- le dijo, desaprobador, mientras le plegaba la parte posterior de la falda para dejar al descubierto un bonito trasero enfundado en las braguitas blancas que prescribía el uniforme del colegio.- Pero está visto que éste es el único lenguaje que usted entiende. Ya va siendo hora de que crezca un poco y se comporte como 
 la pequeña dama que es, y no como una niña traviesa que necesita que le calienten el trasero para comportarse.
Le sujetó con una mano las muñecas y sin más elevó el brazo y descargó enérgicamente la palma de la mano sobre las nalgas de la niña. Ella se puso rígida y soltó un gritito de dolor, pero Robert no se conmovió lo más mínimo y continuó el castigo sin pausa.
- No, no te quejes tanto,- le riñó, sin dejar en ningún momento de azotarla.- Supongo que no esperarías que los azotes fueran tan suaves como cuando tenías 9 años, ¿verdad? Y aun así tienes suerte, porque te merecerías que fuera mucho más duro contigo. Estoy planteándome pedirle a tus profesores que me informen diariamente de tu comportamiento y repetir este intercambio de pareceres cada vez que no sea satisfactorio.
Kathy no se sentía afortunada, precisamente. El señor Brown estaba pegando más fuerte de lo que ella recordaba, y las bragas apenas proporcionaban protección frente a los vigorosos azotes. Y eso por no hablar de la vergüenza que sentía al estar allí boca abajo sobre las rodillas de su joven y atractivo director, con las bragas expuestas y recibiendo ese castigo tan infantil. Sin poderlo evitar, Kathy empezó a llorar.
- Por favor, no me pegue más,- suplicó.- ¡Duele mucho!
- Eso espero,- contestó Robert, inexorable.- De poco serviría si no doliese, ¿no es cierto? No pienses que me gusta tener que castigaros. De hecho creo que a mí me duele tanto como a vosotras. Pero es cierto eso de que quien bien te quiere te hará llorar. Más vale unos azotes a tiempo cuando lo necesitáis que tener que lamentarse luego.
Pero la pobre Kathy ya no lo escuchaba, pues estaba demasiado ocupada llorando y sacudiendo las piernas, tratando de escapar del dolor que parecía aumentar por momentos.
El castigo continuó aún un buen rato. Los azotes se sucedían a razón de uno cada dos segundos. Al cabo de un rato Kathy dejó de luchar y resistirse y simplemente se quedó allí tendida, llorando a moco tendido y resignada a que la azotaina no iba a detenerse hasta que al director le pareciese conveniente.
Por fin, Robert decidió que Kathy ya había recibido el mensaje con total claridad y los azotes se hicieron menos frecuentes hasta que finalmente se detuvieron por completo. A pesar de ello, Kathy siguió llorando durante un buen rato con la misma intensidad. Nunca había recibido una azotaina tan severa, y aún sentía como si su trasero estuviera ardiendo.
Robert la dejó permanecer allí unos minutos hasta que se hubo tranquilizado un poco. Realmente había sido bastante duro con ella. Hasta podía sentir el calor de las nalgas castigadas a través del fino tejido de las bragas. Y su mano le dolía bastante. Pero cualquier otra cosa hubiera sido una pérdida de tiempo, reflexionó.
- Bueno, ya está. Ya ha terminado todo,- trató de consolarla. La ayudó a incorporarse y le prestó su pañuelo para que se enjugara las lágrimas, a pesar de que ella todavía seguía llorando.
A Robert, quizá por motivo de su juventud, le gustaba mantener las distancias con sus alumnas y evitar las familiaridades, para que no le perdieran el respeto, pero en momentos como éste se permitía hacer una excepción, así que abrazó suavemente a Kathy hasta que ésta se calmó un poco.
- Ya está, señorita Symons, no llore más. A partir de ahora trate de que no tengamos que volver a repetir este castigo... Vamos, creo que ya conoce el procedimiento. Colóquese en aquel rincón de cara a la pared y con las manos sobre la cabeza.
Kathy tuvo que quedarse en el rincón durante veinte minutos, hasta que finalmente el director la dejó marchar, no sin antes recordarle que debía cambiar su actitud si quería evitar una repetición del castigo.

Iniciación a la zapatilla de mamá

 



Mi memoria no alcanza más allá de los cuatro o cinco primeros años de mi vida, pero por lo que he podido ver en el caso de mi hemana, los azotes han formado parte de mi educación en casa desde que tenía cuatro o cinco años. Probablemente a tan tierna edad mi madre se limitaría a darme un par o tres de azotes en el culo, sobre el pañal¹ o el pantalón y más como advertencia que como castigo. 

¹Llevaba pañal por las noches, ya que aún me hacia pipí


Pero a partir de los siete u ocho años ya supe lo que era una azotaina, aunque solo se tratara al principio de una docena de azotes con la mano; eso sí, ya con el culo al aire y sobre las piernas de mi madre.
Esto sería así hasta los 11 años, pues a partir de esa edad mi madre empezó a castigarme a base de severas y prolongadas zurras de zapatillazos, tal y como hacía con mi hermana mayor. Os contaré lo que ocurrió.
Era un caluroso anochecer de verano y tanto mi madre como mi hermana y yo andábamos por casa bastante ligeros de ropa. Mi madre llevaba un corto camisón que apenas le cubría los turgentes y ebúrneos muslos, bajo la fina tela azul se marcaban con voluptuosidad unos pechos pequeños pero firmes y unas bragas que más que cubrir remarcaban sus prominentes nalgas; aún no había cumplido los 40 y estaba maciza pero no gorda. Mi hermana andaría por los 10 años, y llevaba puesta tan solo una camisa rosa bajo la cual mostraba las blancas braguitas a la mínima que se agachaba. Yo llevaba puesto mi pijama de verano, de fina tela y manga y pantalón cortos, sin calzoncillos.
El colegio había terminado hacía dias y yo pasaba mucho tiempo en casa, con mi madre y hermana, practicando el noble deporte de chinchar a mi hermana, cosa que sacaba de quicio a mi madre. Ésta, harta de nuestras peleas, ya nos había amenazado en varias ocasiones con calentarnos el culo, pero no hicimos caso y acabamos por romper un jarrón especialmente valioso para mi madre, que al oir el estrépito acudió enseguida al comedor. Cuando vió el estropicio nos soltó una larga retahila de improperios, y al final acabó pronunciando la temible sentencia:
-Esta vez os la habeís ganado de verdad, os voy a dar tal paliza que vais a estar una semana sin poder sentaros.
Acto seguido agarró a mi hermana del brazo y la arrastró hasta la silla más cercana, allí se sentó y la hizo bascular hasta caer sobre su regazo. Yo no sabía si largarme corriendo, aunque no tenía dónde esconderme, y por si acaso mi madre me advirtió:
-Y tú quédate aquí cerca, que cuando acabe con tu hermana te daré tu merecido.
Dicho esto se quitó la zapatilla y empezó a sacudir el culo de mi pobre hermana aún cubierto por las braguitas, alcanzando algunos zapatillazos la parte superior de sus muslos, que enseguida se tiñeron de rojo. Mi hermana lloraba e intentaba escapar, pero estaba bien sujeta. Al cabo de 15 o 20 azotes mamá paró un momento la azotaina para proceder a bajarle las braguitas, dejandóselas justo donde empezaban los muslos. Mi hermana incrementó sus lloros y protestó:
-¡No mamá, por favor!¡Con el culo al aire no!¡No lo haré más, te lo prometo!
Pero cuando mi madre decidía darnos un buen escarmiento nada ni nadie podía impedírselo, y enseguida reanudó la tunda, alternando una nalga y luego la otra, azotando sin prisas pero sin pausas. Hasta 150 zapatillazos llegué a contar, y los diez últimos -especialmente fuertes- se los propinó con el talón de la zapatilla, más grueso y recio que la suela, logrando que mi hermana aullara como un cerdo degollado.
Cuando dio por finalizado el correctivo y liberó a mi hermana, ésta se dejó caer al suelo, en donde permaneció algunos segundos llorando aún a moco tendido y frotándose vigrosamente las posaderas, más rojas que una amapola.
En cuanto hubo recuperado el aliento, mi madre la mandó ponerse cara a la pared, con las manos en la cabeza, y acto seguido se dirigió a mí con aquella voz firme y autoritaria que no admitía réplica:
-Muy bien, jovencito, es tu turno. Ahora vas a saber lo que les pasa a los niños que no saben comportarse. Ven aquí enseguida.
-No mamá-protesté-. Me portaré bien, pero no me pegues.
-Demasiado tarde, necesitas un buen escarmiento y te lo voy a dar. Tienes exactamente cinco segundos para venir y tumbarte sobre mis rodillas. Uno, dos, tres...
Antes de que dijera cuatro ya estaba sobre su regazo, resignado a llevarme mi merecido con la mayor dignidad posible, aunque las lágrimas ya asomaban por mis ojos. En cuanto me tuvo donde ella quería, me bajó el pantaloncito del pijama hasta medio muslo, recogió la zapatilla que había dejado caer al suelo al terminar con mi hermana y empezó a sacudirme de lo lindo, primero una nalga, luego la otra, a veces atizándome una salva rápida sin cambiar de lado, otras veces llegando hasta los muslos y haciéndome brincar de dolor. ¡Cómo escocía la zapatilla de marras! Yo ya me había llevado un par de azotainas severas, pero sólo con la mano, pero es que ahora tenía el culo ardiendo. No conté los azotes, bastante tenía con no berrear como un loco, pero calculo que me cayeron más o menos el mismo número que a mi hermana en el par de interminables minutos que duró la azotaina. Conmigo también remató la faena con los consabidos diez azotes propinados con la parte del tacón, que me hicieron ver todas las estrellas del firmamento. Llorando tuve que colocarme también de cara a la pared, al igual que mi hermana, y mamá nos advirtió muy seriamente:
-Os quedareís así hasta que yo lo diga, y al que se mueva le mondo el culo a zapatillazos.
Estando en tan vergonzosa y humillante posición llegó mi padre a casa y se encontró con el cuadro, le dió un beso a mi madre y le dijo:
-Veo que estos dos han vuelto a hacer de las suyas.
-Pues sí, y esta vez han roto el jarrón chino, pero te aseguro que esta vez se han llevado un buen escarmiento.
Por suerte, para mi padre el jarrón no tenía el mismo valor que para mi madre, y además venía cansado del trabajo, que si no hubiéramos cobrado por partida doble. En vez de sacudirnos unos correazos (cosa que haría en alguna otra ocasión), se limitó a mandarnos a la cama sin cenar, no sin antes estamparnos un par de manotazos en el culo desnudo a mi hermana y a mí.
-¡Venga! A la cama sin cenar, y que no oiga ni una mosca porque si he de venir lo haré con el cinturón.
Llorosos y cabizbajos nos dirigimos a la habitación sin rechistar y nos acostamos, durmiéndonos calentitos pero sin demasiados problemas. Y, aunque el recuerdo de la zapatilla (o el gesto de mi madre amenazándome con ella) me mantuvieron bastante modosito un tiempo, no pasó ni un mes antes de que volviera a zurrarme la badana, y desde aquel momento la zapatilla fue el instrumento de disciplina preferido de mi madre, aunque en alguna ocasión usara algún otro que tuviera más a mano. Pero de todo esto ya os hablaré más adelante.

Mi madrastra Clara 2

Después de seguir saliendo con Clara durante dos o tres meses más, Papá y ella acabaron casándose. Es un poco raro asistir a la boda de tu propio padre. Mis hermanos pequeños participaron como pajes de honor o algo así, pero yo me negué en redondo. Papá no insistió, pero me dejó bien claro que más me valía portarme bien en la boda, porque no iba a tolerar que echara a perder una ocasión tan especial. Después de la ceremonia los dos se fueron una semana a Italia de luna de miel, y nosotros nos quedamos con los abuelos.
Cuando volvieron se me hizo un poco raro vivir en la misma casa que Clara. Desde el principio ella se dedicó a todas esas tareas de la casa que solía hacer yo y, aunque eso me dejaba más tiempo libre, me fastidiaba tener que reconocer que ella las hacía mejor que yo. También a mi padre se le notaba muy feliz, y mis hermanos, especialmente la chica, estaban encantados de tener una madre otra vez. Yo era el único que no la llamaba Mamá, y al menos ella respetaba mi necesidad de distancia y no intentaba tratarme como si fuera mi madre, lo cual me parecía muy bien.
Sin embargo, poco a poco empecé a mostrarme menos frío con ella. He de reconocer que era divertida y simpática, y nunca albergaba rencor por nada, así que se hacía difícil mantenerse enfadado con ella. Acabó por llegar el momento en que, aunque seguía llamándole Clara, nuestra relación había mejorado mucho, y ya no la veía como una intrusa sino como un miembro más de la familia.
Lo que voy a contaros a continuación fue un incidente que, aunque pudo haber significado el final de nuestro acercamiento, no sólo no lo hizo, sino que sirvió para unirnos más.
Todo ocurrió un día en el que salimos una hora temprano del colegio porque un profesor estaba enfermo. En vez de ir a casa, unos amigos y yo decidimos ir a un centro comercial. Estábamos riendo y contando historias, casi todas ellas inventadas, para impresionar a los demás. Entonces uno de nosotros contó que tenía un amigo que siempre que quería un juego de ordenador nuevo no tenía que esperar a que sus padres se lo compraran, sino que se lo metía bajo el jersey y salía de la tienda sin pagarlo. Algunos dijimos que no le creíamos, empezamos a discutir y una cosa condujo a la otra hasta que decidimos que lo íbamos a intentar por nosotros mismos. Lo echamos a suertes y me tocó a mí cometer el robo. A mí no me hacía ninguna gracia y estaba bastante nervioso, pero no podía echarme atrás sin quedar como un gallina delante de todos mis amigos, así que no tuve más remedio que aceptar.
Mientras todos los demás me miraban desde una distancia prudencial yo me puse a examinar los juegos. Me encontraba tan nervioso que estaba temblando como un flan, pero no podía acobardarme ahora, así que cuando me pareció que ningún adulto estaba mirando hacia mí, me metí un juego cualquiera debajo del abrigo y comencé a caminar hacia la salida.
Por desgracia, justo cuando estaba a punto de salir se me acercó un guardia de seguridad y me preguntó qué llevaba bajo el brazo.
Yo por poco no me muero allí mismo. Miré a la salida tratando de calcular si tenía alguna posibilidad de escapar, pero me di cuenta de que el guardia me estaba vigilando atentamente y no me atreví a intentarlo. Así que no tuve más remedio que darle el juego e ir con él hasta el despacho de seguridad.
Al entrar allí me di cuenta de cómo me habían pillado. El despacho estaba lleno de pantallas de televisión que mostraban distintas perspectivas de la tiendo. No había tenido ninguna posibilidad de éxito.
Me pidieron que dijera mi nombre y mi número de teléfono y yo se lo di. Me encontraba tan asustado que ni siquiera me paré a considerar la posibilidad de mentir. Estaba seguro de que iban a llamar a la policía y me iban a llevar a la cárcel.
Pero en vez de llamar a la policía llamaron a casa. Papá no estaba, claro, (esa mañana había salido para Madrid para asistir a un congreso de historiadores y no volvería en un par de días). La que respondió fue Clara y dijo que vendría enseguida.
Mientras esperábamos los de seguridad trataron de hablar conmigo, quizá para meterme miedo y que no lo volviera a hacer más, pero yo ya estaba tan asustado que casi no los oía, y al cabo de un rato se convencieron de que ya estaba tan aterrorizado como se podía estar, así que me dejaron en paz.
Al cabo de unos minutos llegó Clara y se puso a hablar con el encargado. Éste insinuó que estaban pensando presentar cargos contra mí, pero ella le rogó que no lo hiciera y le aseguró que sería castigado con severidad y que nunca me plantearía volver a hacer algo así. Finalmente el encargado se dejó convencer y nos dejó ir, no sin antes advertirme de que si me volvían a coger robando no tendría tanta suerte.
En el trayecto hacia casa no intercambiamos ni una palabra. Yo estaba destrozado y las pocas veces que la miré me di cuenta de que ella también estaba bastante humillada.
Cuando por fin llegamos a casa Clara me dijo que no esperaba de mí una cosa así, y me dio a elegir entre ocuparse ella misma de castigarme o esperar a que mi padre volviera. Yo lo último que quería era que mi padre se enterase de esto, porque sabía lo mucho que valoraba la honradez y que se sentiría totalmente decepcionado conmigo si supiese lo que había hecho.
Si me castigas tú, ¿se lo contarás a Papá? le pregunté.
No, por lo que a mí respecta, una vez que hayas sido castigado ese es el fin del asunto. Pero no creas que si eliges que te castigue yo vas a salir de rositas, me dijo mirándome a los ojos. Te mereces unos buenos azotes y eso es exactamente lo que recibirías.
Yo tragué saliva. Eso no sonaba nada bien, pero ¿cómo de fuerte podía azotarme Clara? Al fin y al cabo era sólo una mujer, no podía tener tanta fuerza como Papá. Además, si Clara cumplía con su palabra todo quedaría entre nosotros, y hasta ahora no me había dado la sensación de ser una mentirosa. Así que le dije que prefería que fuera ella la que me castigara.
Clara asintió y me dijo que la esperase en el rincón de la salita, de cara a la pared. Que ella me llamaría en cuanto se pusiese algo más cómodo. A mí me resultaba un poco ridículo eso de ponerme de cara a la pared como si fuera un niño pequeño, pero era mejor no enfadarla más, así que hice lo que me decía. Entre el calor que hacía y la preocupación por los azotes que iba a recibir estaba empezando a sudar.
Unos minutos después se volvió a abrir la puerta de su habitación y oí que me llamaba. Al entrar vi que estaba sentada sobre su cama, y ella me indicó que me acercara.
Creo que tú sabes que robar está muy mal, Jorge. Es muy poco honrado e incluso te puede meter en líos con la policía. Tu padre y yo esperamos mucho más de ti.
Diciendo esto, Clara me desabrochó el cinturón y me lo bajó hasta las rodillas. A mí me daba vergüenza porque solía ser muy modesto con ella, y no dejaba que me viera cuando no estaba totalmente vestido, pero comprendía que no estaba en posición de protestar, y que tendría que aceptar el castigo que ella quisiera imponerme. Seguidamente, me tendió sobre su regazo.
Yo me sentía extraño. Estar sobre las rodillas de Clara era muy distinto a estar sobre las de Papá. Me recordaba a las veces que mi madre me había dado unos azotes cuando yo era pequeño.
Casi me sentí aliviado cuando la azotaina comenzó, aunque pronto cambié de idea. Puede que Clara no fuera muy fuerte, pero nadie lo diría a juzgar por el modo en que azotaba. Los azotes cubrían todas mis nalgas, concentrándose más en la zona inferior, donde nos sentamos y donde la piel, según empezaba a darme cuenta, es especialmente delicada.
Estaba siendo azotado enérgicamente y el escozor comenzaba a hacerse insoportable. A pesar de que estaba decidido a no llorar, comencé a sentir que se me llenaban los ojos de lágrimas y empecé a moverme a un lado y a otro, tratando de evitar que los azotes cayesen en el mismo sitio varias veces seguidas.
De pronto, tan bruscamente como habían comenzado, los azotes cesaron.
Menos mal, pensé lleno de alivio. Ya no podía aguantar más. Traté de levantarme, pero ella no me dejó.
Tu azotaina acaba de empezar, muchachito. Ponte cómodo porque te vas a quedar justamente donde estás un rato más.
Mientras me decía esto, sentí cómo Clara agarraba el elástico de mis calzoncillos.
No, por favor... protesté débilmente, pero ella hizo caso omiso de mis súplicas y me los bajó lo suficiente para dejarme con el culo al aire.
La azotaina se reanudó con fuerza renovada. No podía creer que la diferencia fuese tan grande una vez que no tenía ninguna protección. Su técnica consistía en golpear tres o cuatro veces la misma zona con golpes rápidos y fuertes y pasar a otra. Con su mano libre me sujetaba para que no pudiese escapar.
Ella no decía ni una palabra, parecía como si toda su mente estuviese concentrada en su tarea. Yo por otra parte sí que emitía sonidos. Primero fueron unos gemidos como de cachorrillo apaleado y luego no pude aguantar más y empecé a llorar como un bebé y a suplicarle que parara y prometerle que sería bueno, que no lo volvería a hacer, cualquier cosa con tal de que ella parase.
Por fin pareció apiadarse de mí y los azotes se fueron haciendo más infrecuentes, hasta detenerse totalmente. Yo permanecí sobre sus rodillas, llorando.
¿Vas ¡PLAS! a ¡PLAS! volver ¡PLAS! a ¡PLAS! robar ¡PLAS! alguna ¡PLAS! vez ¡PLAS! en ¡PLAS! tu ¡PLAS! vida ¡¡PLAS!!?, me preguntó, puntuando cada palabra con un sonoro azote.
No, no, por favor, no sigas más, sollocé.
¿Me lo prometes?
¡¡Síiii!!
Está bien, te creo. Tu castigo ha terminado.
Me ayudó a incorporarme y me subió los calzoncillos, mientras yo no podía evitar frotarme vigorosamente la zona castigada. Entonces abrió los brazos y yo la abracé instintivamente, llorando en su regazo y diciendo que lo sentía.
Ella me estuvo consolando y acariciando la espalda un buen rato, hasta que dejé de llorar. Entonces me dejó que fuera a lavarme la cara, mientras ella iba a recoger a mis hermanos al colegio de al lado de casa.
En el cuerto de baño me miré el trasero y estaba rojo como un tomate.


Esa tarde yo estaba bastante callado y abatido, hasta que Clara me llevó aparte y me preguntó que qué me pasaba, que ya había pasado todo y yo estaba perdonado.
Es que ahora pensarás que soy un ladrón, le dije, mirando al suelo.
Pues claro que no, tonto, me dijo, dándome un abrazo. No pienso que seas un ladrón. Pienso que eres un chico muy valiente, que cuando su familia lo necesitaba ha cuidado de sus hermanos y ha llevado la casa adelante. Todos cometemos errores, especialmente cuando somos pequeños, y porque hayas cometido uno eso no te convierte en un ladrón. Tú has tenido demasiadas responsabilidades, pero todavía eres un niño y necesitas que te dejen seguir siéndolo y jugar y hacer tonterías como todos los demás niños. Eso no quiere decir, añadió con una sonrisa, que no vayas a ser castigado cuando te pases de la raya. Pero después del castigo serás perdonado y no se volverá a hablar del tema. Si tú me dejas yo cuidaré de ti.

 
Y Clara cumplió su promesa. No volvió a hablar del tema ni le comentó a mi padre lo que había pasado. Por mi parte, yo nunca volví a robar, aunque aún recibiría durante mi infancia varias azotainas más por diversos motivos, tanto de mi padre como de Clara.
En justicia tengo que decir que ella siempre se portó muy bien con mis hermanos y conmigo, y que yo acabé por quererla mucho, hasta el punto de que ahora me cuesta trabajo entender cómo pude tratarla tan mal al principio. Incluso me acostumbré a llamarla Mamá, lo cual no quiere decir que haya olvidado a mi otra madre, ni que vaya a hacerlo nunca. Cuando pienso en ella me da mucha pena saber que no voy a volver a verla nunca más. Espero que desde dondequiera que esté pueda vernos crecer y piense en nosotros. También me hubiera gustado que conociese a Clara. Creo que las dos habrían sido buenas amigas.

Mi madrastra Clara 1

Dos años después de la muerte de nuestra madre la vida había vuelto a la normalidad. No era lo mismo, claro. Yo seguía acordándome de ella, y la verdad es que Papá no servía para cuidar niños, a pesar de su buena voluntad. Enseñaba historia en la universidad, y a veces parecía que su cabeza estaba acompañando a los cruzados o contemplando la grandeza del Imperio Romano, en vez de estar en las tareas de casa. Así que yo, que aún no había cumplido los doce años, me había acostumbrado a ocuparme de mi hermano de siete y de mi hermana de cinco, y ellos no dudaban en recurrir a mí cuando necesitaban algo.

Yo ya estaba habituado a la nueva rutina, y no me hizo ninguna gracia cuando Papá empezó a salir con una mujer. Eso significaba que nos dejaba solos a menudo. Aunque me gustaba que confiase en mí para cuidar a mis hermanos, también empecé a sentir resentimiento contra esa desconocida que, tal como yo veía las cosas, intentaba robarnos a nuestro padre.
El día en que nos la presentó vimos que se trataba de una mujer rubia, más o menos de la edad de Papá. Se llamaba Clara. No es que fuera de una gran belleza, pero obviamente trataba de ser simpática con nosotros y solía tener una sonrisa en la boca. Pero yo estaba predispuesto contra ella y comencé a odiarla en cuanto la vi. Así que ésta es la mujer que quiere meterse donde nadie la ha llamado, pensé; pues no va a conseguirlo. Papá tendrá que elegir entre ella y nosotros.
Yo me mostraba educado con ella, pero muy frío. Sin embargo, para consternación mía, mis hermanos cayeron conquistados como idiotas. Cada vez que venía a vernos corrían a abrazarla y ella les cogía en brazos y les hacía mimos, como si fuera nuestra madre. Me daba asco.
Pronto empezamos a ir a sitios toda la familia junta: a pasar un día en el parque, o en el zoo, o en sitios así. Estaba claro que lo de Papá y ella iba en serio, y parecía que yo era el único que me daba cuenta de que eso no estaba bien. Me daba la sensación de que si no hacía algo iba a acabar ocurriendo lo peor.
Así que empecé a predisponer a mis hermanos en su contra. Los fines de semana yo solía leerles un cuento antes de que se acostaran, y un día les conté una historia de mi invención sobre unos niños cuyo padre se casaba con una madrastra perversa, que al principio parecía buena con los niños pero que en cuanto se casaba con el padre los envenenaba para librarse de ellos. Vi que la historia les afectaba y me regocijé pensando que ahora podría contar con ellos como aliados.
Pero por desgracia al día siguiente, cuando Clara vino a vernos, mi hermana pequeña se le echó al cuello y, llorando, le preguntó, Tú no vas a envenenarnos, ¿verdad? Mi padre y ella, como es lógico, se quedaron muy extrañados y le aseguraron que por supuesto que no iba a hacer una cosa así. Entonces Papá le preguntó que cómo se le había metido semejante idea en la cabeza, y la muy acusica respondió que yo se lo había dicho.
Yo por entonces había decidido que sería más útil en cualquier otro sitio, y ya me estaba escabullendo cuando Papá se volvió hacia mí y me gritó:  ¡Jorge, ve ahora mismo a tu cuarto y espérame allí. Tú y yo vamos a tener una conversación muy seria!
Corrí a mi cuarto, sintiéndome miserable. Tenía una idea muy clara sobre cómo iba a ser la conversación a la que se refería mi padre. Ya sabéis, esa clase de charla tras las cual te cuesta trabajo sentarte.
Me eché sobre mi cama y hubiera llorado si no fuera porque los hombres no lloran. Aunque sabía que poco después sí que acabaría llorando.
Al cabo de unos diez minutos Papá entró en mi cuarto, cerró la puerta y me dijo:
 Jorge, estoy muy decepcionado contigo. ¿Cómo has podido meterle miedo a tus hermanos contándoles semejantes mentiras?
Ya no parecía furioso, sino más bien triste. Yo empecé a sentirme algo culpable al verlo así.
 Pero es que no quiero que te cases con ella. No es nuestra madre, me defendí.
Ya sé que no es vuestra madre. No se trata de que ocupe su lugar ni de que os olvidéis de ella. Pero la vida sigue, y Clara es una buena persona. Cuando la conozcas mejor te darás cuenta de que no estás siendo justo con ella.
¡No quiero conocerla mejor y no quiero ser justo con ella! ¡Sólo quiero no volver a verla nunca más!, grité.
¡Bueno, ya es suficiente!, dijo Papá elevando también la voz y amenazándome con el dedo. Escúchame bien, jovencito. Es mi vida y tengo derecho a rehacerla y casarme con Clara. Si tienes miedo de que deje de quereros ya puedes tranquilizarte, porque lo seguiré haciendo siempre. Pero no voy a permitir que por un capricho infantil estropees lo mejor que nos ha pasado en estos dos últimos años.
Yo me limité a mirarlo con furia.
Él suspiró y me dijo: Quiero que le pidas perdón a Clara.
Yo le miré con incredulidad. Nunca, le dije desafiantemente.
Jorge, siempre trato de ser una persona razonable, pero cuando te portas mal con alguien espero que pidas disculpas, y cuando te mando hacer algo espero que me obedezcas.
No, repetí.
Está bien. Tú lo has querido, dijo Papá, mientras se desabrochaba el cinturón. Yo empezaba a arrepentirme de mi temeridad y traté de echarme atrás, pero estaba muy asustado y las palabras parecían no querer salir de mi boca. En lugar de eso comencé a llorar. Papá, ya con el cinturón en la mano, se acercó a mí, me desabrochó los botones del pantalón y me los bajó de un tirón hasta las rodillas. Después me agarró por el hombro y me hizo tumbarme sobre la cama.
Oí el ruido que hizo el cinturón al golpearme por primera vez, y un instante después sentí como si me hubiesen puesto un hierro al rojo vivo sobre el trasero. Grité y traté de incorporarme, pero con su mano libre Papá me estaba sujetando y no me dejaba moverme.
Quédate quieto. No empeores la situación, me dijo mientras me propinaba el segundo azote, aunque la verdad es que a mí no se me ocurría ninguna forma de que la situación empeorase aún más.
Los golpes siguieron llegando. No me pegaba con todas sus fuerzas, pero aún así los calzoncillos no ofrecían mucha protección y el cinturón dolía bastante. Pronto no pude evitar llorar con más fuerza y revolverme y soltar un grito de dolor con cada azote.

Al cabo de un rato que a mí me pareció media hora, aunque debió de ser menos de un minuto, se oyeron unos golpes en la puerta y Papá dejó de pegarme y fue a ver qué pasaba. Yo seguía llorando boca abajo sobre la cama, y le oí abrir la puerta y hablar con Clara en voz baja. En mi estado, ni siquiera me preocupaba que probablemente me estuviera viendo con los pantalones bajados.
Finalmente Papá salió de la habitación y la puerta volvió a cerrarse, dejándome que acabara de llorar solo.
Cuando salí de la habitación una hora más tarde, comprobé el estado de mi trasero en el espejo. Todavía dolía un poco, y las zonas donde había impactado el cinturón estaban enrojecidas, pero no había quedado ninguna marca.
Clara ya se había ido y Papá parecía haberme perdonado y no volvió a hablar de pedirle disculpas. A veces se sentía culpable después de administrar un castigo, y nosotros habíamos aprendido a explotarlo mirándole con expresión de reproche, pero en esta ocasión no me sirvió de mucho.
Vamos, no pongas esa cara de víctima, me dijo mi padre sonriendo. No has recibido nada que no te merecieras.
Lo peor es que hablando más tarde con mis hermanos me enteré de que Clara había intercedido en mi favor, tanto antes como durante los azotes. Me alegraba un poco que lo hubiera hecho, porque cualquier modo de evitar ese cinturón es bueno, pero me fastidiaba estar en deuda con ella.

El castigo de René 11




En esa misma noche en que René se quedó durmiendo con su mejor amigo en su cama, la tranquilidad estaba reinando mucho, los dos dormían pacíficamente y solamente quedaron los restos de olor de las frituras que comieron con salsa picante y los refrescos vacíos, a los que les andaban las hormigas.

Eran las 2:35 de la madrugada, la calle estaba tranquila y de repente se escuchan los sonidos del silbato del velador que cuidaba la colonia. Justo en ese momento, René se despertó perdiendo el sueño poco a poco, lográndolo por las cosquillas que recorrían todo su cuerpo, de pies a cabeza, concentrándose mucho su piel erizada en sus piernas y en su pecho, ya que le estaban dando las ganas de hacer popó. Su razonamiento de todo le dijo que tenía que hacerlo en el pañal que su madre le puso para dormir, pero luego la compañía que estaba en su cama le dijo que tenía que pensarlo un poco más. No quería hacerse enfrente de Jordi, o sin al menos decirle algo. Así que recordando los pasados sucesos que debilitaron un poco su amistad en los viejos días, supo que si le comentaba no pasaría nada malo, de todos modos ya le había visto desnudo.

Se acercó un poco a su amigo, quien dormía profundamente, casi roncando. Le vio por unos segundos y se decidió a picarle uno de sus brazos. René le dio tres piquetes fuertes con su dedo para que fuera de una vez, y Jordi medio abrió los ojos.

─¿Qué pasa?─. Preguntó él.

René le dijo:

─Disculpa que te moleste, pero es que tengo ganas de hacer del baño, y hasta ahora como van las cosas, como ya sabes, si mi madre me ve en el retrete sentado, no sé qué me haga─.

Jordi se hincó en la cama casi al nivel de su amigo, observándole el pañal. Y le dijo:

─¿Vas a hacerte pis aquí mismo?─.

René le dijo que iba a hacerse las dos cosas, cerrando los ojos al mismo tiempo que hacía resistencia con los músculos en sus pompas, que contenían toda la masa calientita. Entonces Jordi le dijo:

─Bien, adelante. Ya sabes que no diré nada a nadie de lo mucho que vea─.

René tomó bien eso, así que se mantuvo ahí hincado, poniendo sus fuerzas para que todo saliera.

Jordi no dijo nada más, se frotó los ojos y estiró su mano derecha para encender la luz con el botón al lado de la cama. Antes de hacerlo, comenzó a escuchar que de las pompas de su amigo comenzaban a escucharse unos crujidos, sonidos de un plástico estirándose. Veía a René hacer sus esfuerzos, como si estuviera en el baño. Luego al encender la luz, no pudo evitar dirigir la mirada hacia el bulto frontal del pañal, el cual estaba amarillo, empapado, absorbiendo todo lo que del pene de René estaba saliendo.

René se mantuvo unos tres minutos sacándolo todo fuera de sí, sintiendo que se le apretujaba en sus pompas y se esparcía un poco por el cruce de algodón entre las piernas.

El aroma de la popó y la mezcla del talco con la pipí no tardó en llegar a las narices de los dos.

─¿Terminaste?─. Preguntó Jordi.  

René afirmó, pero antes de sentirse seguro, dio un empujón más y sacó el último grumo de suciedad un poco aguado. Con ver esos esfuerzos, Jordi tuvo los recuerdos de cuando descubrió a su amigo siendo cambiado por su madre en el auto, y los detalles que su mente le hizo tener cuando se visualizó a él mismo cambiando a René. Eso le encendió un poco su curiosidad y sus ansias de intervenir en algo como eso, así que le dijo a su amigo:

─Si quieres, te puedo cambiar el pañal yo mismo─.

René se puso rojo como tomate, de la misma forma que siempre cuando escuchaba algo que le involucraba muy íntimamente. Después de pensarlo unos segundos, afirmó que sería interesante posar para su amigo de la misma forma que con su madre. Y le dijo:

─Está bien.

Jordi no podía creer lo que estaría por hacer, mejor aún, no podía creer el nivel del acto al que se había comprometido. René se bajó de la cama, sentándose un poco, haciendo que su gran masa de popó se le batiera un poco más en sus pompas. Caminó por su cuarto iluminado, reuniendo las cosas guardadas en sus lugares.

Jordi se puso de pie, esperando que todo estuviera listo.

─Me voy a acostar, me quitas las cintas y poco a poco me limpias las manchas, primero con el papel higiénico, y luego lo mismo pero con las toallitas. Último me pones crema y talco. Y otro pañal─. Indicó René, muy conocedor por su amor y castigo hacia esos productos absorbentes.

Jordi captó bien las indicaciones, así que esperó que su amigo se recostara frente suyo con las piernas un poco abiertas. Le retiró las cintas, una por una. Seguido, sostuvo bien la parte frontal llena de humedad, y la bajó.

Descubrió al pene de su amigo ponerse un poco erecto por la emoción de ser descubierto con una gran suciedad bajo suyo, y toda una intimidad esperando ser limpiada.

René levantó sus piernas sobre su pecho, estirándolas un poco, permitiendo que Jordi comenzara a limpiar.

Jordi tomó varios trozos de papel higiénico, frotándole las pompas a su amigo, retirando las adheridas manchas de popó en esa piel, cuidando no mancharse. Era fácil hacerlo porque su mejor amigo no tenía bellos en esa zona, bien Diego se encargaba de retirarlos todos.

El aroma a suciedad era evidente para los dos, pero René no podía hacer nada para que no se sintiera. Jordi se adaptaba rápido, sonriendo en su interior, ya que reconocía que jamás se imaginó hacerle ese cuidado de limpieza a su mejor compañía en todos lados.

 

Después de casi veinte minutos, René quedó limpio de sus pompas; luego René se acomodó abriendo las piernas hacia los lados, para que su amigo le limpiara las entrepiernas, donde estaban algunas manchas de suciedad. Jordi le había limpiaba bien con las toallitas húmedas, frotando con firmeza, incluso le retiró las manchas que se habían quedado en los testículos de su amigo. Lo último que hizo fue ponerle crema blanca en todas sus líneas. No perdió la oportunidad de tocarle su ano para ponerlo blanco con la crema, tenía que hacerlo.

─Listo, ahora el pañal─. Dijo Jordi.

Los dos movieron el pañal sucio y las cosas que usaron. Jordi abrió un pañal limpio de los que estaban en los cajones, observando el gran tamaño de esos productos; definitivamente era uno para bebés, pero talla juvenil.

Puso la mayor cobertura bajo las pompas de su amigo, luego bajó sus piernas. René abrió un poco, permitiendo la vista de su erecto pene, el que por tanto movimiento en esa zona, por quien sea que le cambiara, su madre, su padre, Valeria o ahora su amigo, siempre terminaba un poco duro como una zanahoria.

Jordi le roció talco, frotándole bien para esparcirlo en las ingles y casi por el ombligo de su amigo. René sintió rico eso, la emoción de dejarse ver por su amigo era bastante placentera.

Jordi le subió la parte frontal, cubriendo todo. Ajustó bien las cuatro cintas cuidando que estuviera cómodo.

René se puso de pie, llevando el pañal sucio hasta el bote de la basura que estaba en el jardín, ubicándose bien en su oscura casa, la que se iluminaba bien un poco por la luz de la calle y por el brillo de la luna.

Se deshizo de todo y retornó a su cuarto.

Al estar ahí, vio que Jordi le sostenía un pañal en la mano.

─Oye amigo… espero no te incomode esta petición, pero, solo por hoy como una prueba algo loca… ¿Me pones este pañal?─.

René se alegró más por su amigo, en su interior se encendió ese sentimiento que le hacía imaginarse a Jordi usando pañales. Ahora lo podría ver así. Y le dijo:

─Claro, te lo pongo. Espero no te de pena─. Dijo René.

─No creo…

Jordi se comenzó a retirar la bermuda que usaba en ese momento, dejando ver su calzón negro que no tenía figuritas como los que usaba su amigo. Luego, contando con que era necesario desnudarse, se retiró su calzón con ligereza, haciendo ver a su pene que se ponía también un poco erecto. Para René fue sencillo ver lo obvio en su amigo, como no estaba castigado usando pañales todo el tiempo o algo relativo a eso, evidentemente el pene de Jordi estaba con bellos por toda la zona de la pelvis, solo que no eran tan largos ni abundantes. No negó que se veía bonito.

Como René ya sabía cómo usar un pañal sin ayuda de nadie, entonces le dijo a su amigo que levantara sus piernas sobre su pecho así como lo hacía él. Jordi lo hizo. Antes que las bajara, René se puso un poco de crema en los dedos y le fue untando en las pompas a su amigo, poniéndolo todo blanco. Por último, le roció mucho talco en su pene, el que era manipulable al estar bastante erecto. Le cubrió todo con la parte frontal del pañal, abrochando las cintas.

Cuando Jordi se puso de pie, se empezó a tocar el pañal, sintiendo el grado de presión en su cintura, aunque no era mucha, por ser su primera vez, sentía todo muy apretado.

─Volvamos a dormir─. Dijo René. Seguido se fue a lavar las manos al baño. Al caminar sonaba el plástico de su pañal.

Jordi afirmó eso. Mientras su amigo volvía se fue a ver al espejo, pensando rápidamente que era un bebé gigantesco. No tenía nada que decir ni añadir, se imaginó que sería cómodo usar ese pañal para dormir el resto de la noche.

Y así lo hicieron.

 

Al día siguiente, después de la escuela, René se fue con sus hermanos hacia la estancia donde estudiaban y podían entretenerse la mayoría del día. Como acto para refrescarse y sentirse cómodos, René se quitó la ropa quedándose con el puro pañal a la vista, conservando la playera y sus zapatos. Su piel respiraba mucho, le daba una gran comodidad.

El único que no traía pañal en ese instante era Eduardo, y el chiquillo se fue con Valeria, quien ya estaba ahí al lado de la alberca disfrutando de unas golosinas, bebiendo también un poco de Coca Cola. Jimena tenía un poco de calor, así que se fue a poner su traje de baño para ingresar a la alberca.

Eduardo se arrancó las prendas de ropa que usaba en ese lugar, a pesar que estuviera en una escuela súper privada para ellos tres, tenía que estar bien vestido para sus profesores. Así que puso sus prendas principales en la mesa que servía para que le pusieran el pañal, quedándose en calzones.

Valeria le despojó esa prenda, haciendo disfrutar a Eduardo de lo fresco en su piel.

─No me pongas crema ni talco, es que me haré pipí y popó en este momento, tengo ganas─. Dijo Eduardo.

Valeria le sonrió, así que para no hacer resistir mucho al chiquillo abrió rápido el pañal y se lo puso.

Eduardo se fue caminando hacia una parte solitaria del lugar, sintiendo el pasto abundante en todos los caminos. Cuando el niño estuvo listo para sacarlo todo, se puso en posición de cuclillas, y ahí pujó lentamente. Sintiendo su popó apretujarse en sus pompas, vio a su hermana que salía del vestidor, luciendo un bonito traje de baño estilo leotardo, color rosa, en la zona de su vagina tenía unas letras que decían LOVE y en sus pompas otras letras que decían AND LOVE.

Eduardo sonrió por su hermana, así que terminó de hacerse en el pañal para entrar con ella al agua.

 

Cuando Eduardo estuvo a listo para ser cambiado en la mesa, se fue caminando, sintiendo la gran masa sucia en sus pompas, la que se le veía como si llevara una bola de beisbol.

Valeria le abrió las cintas del pañal, revelando a la suciedad en las pompas y entrepiernas de ese niño, quien estaba destinado a ser completamente como su hermano mayor: alguien quien necesitaría de los pañales todo el tiempo.

Justo ahí fueron ingresando varios alumnos del Instituto Benforth, con unas mochilas, unos iban con sus padres y otros no. Los que llevaban a sus padres dilataron un poco para escuchar sus recomendaciones de que se portaran bien. Los que iban solos y ya conocían por haber ido antes, se fueron corriendo hacia donde estaba la alberca, les gustaba mucho esa niña del leotardo rosa, se la querían comer a besos, o si no, se fueron hacia los otros sitios.

Eduardo sentía mucha pena por tener que mantenerse con las piernas levantadas, mostrando todo lo sucio que le limpiaban, pero en el fondo le encantaba.

 

René vio que llegaron los usuarios de su instalación privada. Para pasar el rato con su hermana, se fue a sentar a la orilla de la alberca para remojar los pies.

Poco después llegó Eduardo, sin usar pañal, solamente se había quedado con un calzón blanco normal de niño para ingresar al agua, ya que no había empacado un bañador de bikini.

Los niños que les conocían saludaron a los tres hermanos, sin que les importara que el joven estuviera usando un pañal a plena vista. Solo por ver eso, a los niños les dio ganas de usar uno, así que se fueron a ponerlo. Casi la mitad de los recién llegados quisieron ingresar a la alberca, así que se desvistieron ahí mismo, quedándose en calzoncillos y se echaron un clavado, iniciando conversación con Jimena.

Cuando los niños estuvieron con sus pañales puestos y dentro del agua, sentían los recuerdos de su escuela, con la huelga, haciéndose en las clases o en el receso. René se admiraba de todos ellos, triunfaron con algo que cuando él estuvo ahí, ni en sus sueños se los pusieron.

Poco después llegó Jordi, quien también se puso un pañal. Ahí René se ofreció a ponérselo. Para sorpresa en ese día, René vio que Jordi estaba afeitado en la piel de su pene, todo estaba disponible como para pasar la mano y sentirle lo suave de su ser.

 

 

Diego y Cas habían estado hablando en privado por todo ese mismo día. Se había hecho de noche, no habían ido a la estancia por ellos pero se mantuvieron en comunicación por algunas pocas horas.

Cas ya estaba completamente decidida a levantar el castigo a su joven. Todo lo que le había hecho se había vuelto como un pozo sin fondo, las nuevas decisiones bien se adaptaban a él, sus hermanos tomaban parte, ya casi nada de nada tenía sentido aplicarlo con seriedad así como en el principio hacía ya tiempo. Todo lo que viniera a René con lo de los pañales no tendría fin.

Por lo que en ese mismo día, al recogerlos, sería ella quien propondría el final de todo. Y se fueron al lugar…

 

Al llegar, ya era de noche.


Cas vio que sus tres hijos estaban en la alberca. Bien René se había metido también en calzones, igual Jordi. Ahí mismo, diego les llamó a Eduardo, Jimena y Jordi para que su esposa hablara en privado con el causante de todo.

René se puso pálido del rostro, con ver a sus hermanos y amigo salir del agua, escurriendo y aflojándose los calzones del cuerpo, sabía que algo nuevo le iban a hacer, quizás su madre le diría que estaría en pañales para siempre. Algo que podría ser seguro.

Cas se sentó en la alberca, iniciando a hablar en voz baja con su joven:

─Hijo, te quería comentar que te retiraré el castigo que te puse. Todo esto de los pañales ya no tiene sentido seguirlo, al menos para mí, es decir, mírate, creo que ya llegamos a ese punto que fijé, en el que estarías feliz con ellos, por lo que ya no es necesario que yo siga con esto, que te cambie, te los ponga, etc… ─.

René de un momento a otro dejó de estar feliz y tranquilo, por un lado se sintió bien, pero no quería dejar los pañales, a pesar que éstos le limitaran la vida, le estaba doliendo la idea de dejarlos, ya se había hecho placentero usarlos y vivir a secretos del resto del mundo.

─Mmmm, pues no sé, es que ya me estaba acostumbrando bastante. Y entonces, ¿dejaré de usarlos por completo?─. Preguntó René, viendo al suelo, sin saber si ponerse feliz o no.

─Eso lo decidirás tú, por ejemplo, si quieres dejarlos, pues entonces lo hacemos, te devolvemos todo lo despojado y también tu vida, ya no te harás en los pañales, solo irás al baño normal, Valeria se irá, solo mantendremos este lugar de pie, porque le invertimos dinero. Solo que si quisieras seguir usándolos, te los cambiarías y pondrías tú, tal vez te los siga poniendo yo pero serán momentos raros, porque se te devolverá la intimidad─. Respondió Cas.

A René le dolió la idea de que Valeria se fuera de las vidas de sus hermanos y él. Le dolió la idea de tener que ir al baño por sí solo, ya que se había acostumbrado tanto a hacerse en el pañal con solo liberar la pipí y la popó sin detenerlo mucho, podría ser peor resistir las ganas sin tener una protección bajo la ropa.

─No voy a presionarte. Si quieres tómate tu tiempo, en los siguientes días nos dices. Ah y con la escuela, seguiremos viniendo aquí, a no ser que quieras reincorporarte con tu secundaria normal, haremos lo posible por que vuelvas con tus compañeros, eso si tú lo quieres, pero de ahí vendremos siempre aquí. Bien, creo que es todo. Cualquier cosa que quieras con los pañales, le dices a Valeria. Por lo tanto, tu padre y yo estamos fuera de esto y tú estás libre. También le diré a Eduardo ahora mismo─. Dijo Cas. Antes de irse caminando, le dio un beso en la mejilla a su joven, así como lo hacía en los finales de cambios de pañales.

René se quedó pensando, indeciso. Por un lado sentía bien que tuviera de nuevo esos momentos para ir al baño sin que nadie tuviera que hacerse cargo de limpiarle, por otro, amaba tanto los pañales como para ponerse a llorar como un niño pequeño.

La noticia le impactó tanto que cuando tuvo que salirse, lo hizo sin tanta alegría. Sus padres ya no estuvieron ahí cuando se puso su ropa. Desde ese momento todo estaba siendo tan normal para él que ya ni sabía si era en serio.

Al estar en casa, Eduardo ya sabía de la decisión de sus padres, pero a él le había valido un cacahuate, seguía usando pañal bajo su ropa. En ese momento usaba el pantalón de su pijama, más noche se cambiaría bien.

Diego y Cas hicieron la cena, llamaron a sus tres hijos. Comieron viendo un programa de comedia en la televisión. Los cuatro se reían y René lo hacía solo un poco. Ahora hasta sentía raro que no le hallasen puesto un pañal para cenar para que luego se fuera a dormir.

Rene no podía creer el nivel de las cosas, el desenlace de eso que le ocurrió, justo cuando su amigo Jordi se había unido a todo, ahora tendría que decirle que se cancelaría el nuevo estilo de vida cuando se reunieran.

Al final de ese día, Cas se durmió con su esposo de forma normal. Eduardo se mantuvo con el pañal puesto, el que lo orinó solo un poco, aún le resistía la mayoría de la noche.

A René le quedaban pocos pañales desde que había iniciado todo, pero por el hecho que sus padres no le fueron a poner un último como antes, le hizo acostarse sin las ganas de dormir ni de ponerse uno él mismo.

De tanto pensar si fue bueno no el final del castigo, sin saber ni del tiempo, se durmió.

 

Al día siguiente, Cas hizo el desayuno en la cocina y les habló a sus tres hijos, sin ingresar mucho, de la misma forma que sin saber lo de los pañales. Solo les dijo que se apresuraran a vestirse con la ropa.

Jimena salió y se fue al baño para darse una ducha, lavar bien su cuerpo con mucho jabón, frotándose su pronto juvenil cuerpo con las burbujas como si fuera la lámpara de Aladino.

René se levantó de la cama, sentía raro no tener nada entre las piernas para hacerse popó como todas las mañanas. Sentía raro tener que ir al baño, pero tenía que hacerlo, su madre ya no le pondría nada ni le cambiaría. Pensó en usar un pañal de los veinte que quedaban en su cuarto, pero le daba flojera ponérselo y hacer el proceso. Mejor se fue a esperar a que saliera su hermana.

Eduardo se deshizo del pañal y se subió su calzón, el que tenía impregnado los olores de pipí y talco. Se vistió con su ropa.

En la escuela, en su estancia privada, para René era aburrido tener que pedir permiso e irse a los baños. Sentía raro disparar sus chorros de pipí hacia el retrete o a los mingitorios en las cinco veces que se levantó en esas pocas horas, definitivamente se había acostumbrado a hacerse en los pañales.

Nada le impedía ponerse uno de los varios que habían todavía allí para él, pero le daba sentido usarlos cuando sus padres se los ponían o sino con Valeria, pero desde ahora ya no sería así.

 

Al salir, los tres se fueron a la piscina para pasar un rato, a pesar que les habían dejado varias tareas.

Jimena se puso su traje de baño, el mismo de siempre, lista para lucir su bonito cuerpo para los chiquillos que la amaban. Al ver a su hermano sentarse en una silla de las que servían para tomar el sol, caminó hacia el y le dijo:

─Rana, ¿Por qué no te pones tú mismo el pañal? Verás que con eso se te va a quitar el desánimo. Creo que porque mamá te haya dicho eso no quiere decir que sea el fin del mundo, solo que ya no se van a involucrar como lo hacían cuando te cambiaban─.

René valoró el consejo de su hermanita, suspirando. Luego le dijo:

─No sé, me gustaba cuando me los ponía ella, o Valeria─. Dijo el joven.

─Va a ser igual, y por si te hace sentir bien, me gusta verte con pañales, te ves más hermoso. Mejor aún, si vuelves a usarlos, yo me ofrezco a ayudar cuando tengas que cambiarte, pero seré muy torpe con las limpiezas, me vas a tener que dar mucha paciencia─. Dijo Jimena, sintiendo que era lo suficiente para hacerlo sentir de maravilla. Y se fue al agua a echarse un clavado.

René se quedó pensando.

Jimena tenía razón, tenía que comprender que sus padres no seguirían con lo que fue el castigo, por lo que si quería seguir usando pañales, tendría que ponérselos él mismo.

Le dio más vueltas al asunto en su mente, viendo que Eduardo disfrutaba de la tarde jugando con su pelota, sin nada de ropa que le cubriera el pañal que él usaba.

Poco a poco fueron llegando los que hacían uso de la estancia, los alumnos del Instituto Benforth, casi la mitad de la escuela llegaba a diario para disfrutar del espacio, sin importar que usaran pañales o no. Se había vuelto como un parque de diversiones.

Casi a las 5 de la tarde, René estaba rodeado de niños de todos los tamaños que estaban usando pañales, solo él era el único que no tenía uno puesto hasta esas horas.

De tanto ver y sentirse lleno de envidias, esas fuerzas le motivaron para irse por uno a los cajones. Con solo caminar al lugar, su cuerpo le decía que los necesitaba, sin sus padres en el proceso, podría seguirlos amando con todas las ganas y provocarse placer a solas, lo que ya tenía tiempo que no se hacía.

Se puso el pañal en uno de los espacios dentro de los baños, ya que no quería que los chiquillos de toda su vieja escuela primaria le vieran su pene erecto por las ganas del roce en esa piel. Como ya tendría privacidad, en casa se daría una rica masturbación en su cama o en el baño. Todo ese pensamiento de un chico joven, le devolvió el sentido y las ganas para realmente hacerlo. Así que con el pañal puesto, se fue con sus hermanos a la alberca donde platicaban con los demás de todo tipo de cosas, historias de terror, sus recuerdos pañaludos.

 

Con el tiempo, René y Jordi disfrutaban los pañales en casa cuando se quedaban hasta tarde viendo películas en el cuarto. Salían a todas partes con los pañales puestos, al cine, a comer hamburguesas, a conducir bicicleta. Se hacían en ellos por las calles y al llegar a casa, los cambiaba Valeria, a quien por suerte no habían despedido, era una joya como para perderla.

─¿A usted también le gusta mucho esto, verdad?─. Preguntó Jordi a Valeria en uno de esos días en los que ella les estaba terminando de cambiar el pañal cargado de popó en el cuarto de René.

Valeria se rio un poco, luego les mostró lo que usaba bajo sus bermudas, era una protección muy delgada, que casi ni se apreciaba, una capa mínima de algodón, pero era lo que era.

─Claro, siempre me ha gustado lo sucio. Ustedes no se preocupen─. Respondió Valeria, tomando su camino para ir a cambiar a Eduardo y dejarlo listo para dormir.

René se acostó para dormir. Feliz de tener a alguien que le pusiera los pañales. También había aprendido a ponérselos a solas, era necesario lo quisiera o no.

Lo que fuera que llegara a sus vidas, René y sus dos hermanos estaban listos para dejar salir todo en los pañales. Sí, Jimena se había unido por fin, a la chiquilla que poco a poco maduraba físicamente le agradaba tanto que algo le generara un gran calor entre sus piernas, con lo que pudiera jugar con sus dedos exploradores.

 

Ahora sí, René era un joven libre, con pañales bajo su ropa a cualquier edad de su vida.


Y nunca más los dejó.

RUTH, RECIBE UNA AZOTAINA DEL DIRECTOR

—¡Levántate! —Cuando ella se levanta, cruzo la habitación. Mi paso es lento y digno. Me siento en el sofá haciendo que los muelles crujan ru...