Desde muy niño, mi madre me azotaba en las nalgas como castigo a mi mal comportamiento, éste se daba por períodos, eran épocas en las que yo me portaba especialmente mal, y entonces ella procuraba poner remedio a mi mala conducta con esos correctivos.
Cuando consideraba que yo merecía un escarmiento, me llevaba a la habitación y me tendía boca abajo sobre sus rodillas, parecía ser su posición preferida y, he de confesar que también para mí era una buena postura. Entonces me bajaba los pantalones, mientras yo simulaba algo de resistencia, y en seguida empezaba a azotar mis nalgas con la palma de su mano. La fuerza de aquellas palmadas iba en aumento y cuando parecía que ya no podía ser más terrible, mi madre se detenía, sólo para bajarme los calzones y dejar al aire mis ya coloradas nalgas. Los azotes entonces empezaban de nuevo, pero con mayor fuerza, sobre mi cola totalmente desnuda. Sus nalgadas eran realmente duras, de verdad dolían, y siempre seguía, más o menos, el mismo ritual. Me regañaba mientras me azotaba, me decía que era un malcriado, que si era necesario, me seguiría azotando hasta que ya fuera un hombre y que no era posible que fuera tan revoltoso y “sabandija”.
Recuerdo una de las peores palizas que recibí, tendría algo así como trece años. Un martes, en lugar de ir al colegio, me escapé con unos amigos y fuimos a pasear al centro de la ciudad, luego al cine y terminamos en el zoológico. No era la primera vez que lo hacíamos, pero para mí, y sobre todo para mi trasero, esa ocasión tuvo consecuencias terribles. Sin que yo pudiera saberlo, mi tía Natalia me vio paseándome por ahí, pero no me dijo nada sino hasta el jueves siguiente, que fui a visitarla a su casa, como hacía al menos una vez a la semana para pasar la tarde con ella y jugar con mis primos.
Aquella ocasión, mi tía estaba sola en casa, según me dijo, mis primos se habían ido a la plaza con la abuela y yo quise ir a buscarlos, pero tía Natalia me detuvo.
- No, Carlos. Quédate acá que tengo que hablar seriamente con vos – La verdad es que no me preocupé, ni siquiera por aquello de “hablar seriamente”. Me senté a su lado en el sillón del living y esperé a que hablara.
- ¿El martes fuiste a la escuela? – me preguntó. Procuré no mostrarme nervioso y, fingiendo seguridad, respondí:
- Sí, tía ¿por qué lo preguntas?
- ¿Estás seguro? – Su insistencia me hizo ver que seguramente ella me había visto por ahí, no tenía caso seguir mintiendo y podría resultar peor, así que le confesé la verdad.
- Sabes que eso no se hace – comenzó a reñirme – Eso está muy mal, sabes lo que opina tu madre al respecto, y yo pienso igual – A estas alturas yo ya imaginaba la que me esperaba – Así que, como podrás imaginarte, Carlitos, no me queda más remedio que tomar alguna medida. – Yo ya estaba realmente asustado. No dije nada – Tenemos dos opciones y no son negociables – me dijo – Una es decirle a tu madre lo ocurrido… sabes que no le va a gustar nada y también sabes lo que va a hacer…
¡Claro que lo sabía! Si mi madre se enteraba me iba a dar la paliza de mi vida. Las cosas de por sí no andaban muy bien, pues era una de aquellas épocas en las que yo no paraba de hacer macana tras macana.
- La segunda opción – continuó mi tía – es que no le digamos nada a tu madre pero, como los chicos y la abuela no van a venir hasta dentro de un largo rato, te pongas ya mismo sobre mis rodillas para darte tu merecido, porque de alguna manera tienes que entender, Carlitos
¡Uy, uy, uy! Ya antes, en aquel mismo sillón, mi tía me había dado un par de palizas, por orden de mi madre. A causa de mi mal comportamiento, mi tía me había puesto sobre sus rodillas y me había dado unas nalgadas en la cola desnuda. Pero, para ser franco, aquellas palizas habían sido más bien livianitas, bueno… no tanto, pero peor opción era que mi madre se enterara. Al menos, si mi tía me castigaba, podía tener la esperanza de que me diera unos cuantos azotes, más o menos fuertes, que me quedara el culito un poquito adolorido, y ya está, se acabó el problema. Fue un grave error de cálculo, pero respondí que aceptaba la segunda opción, a cambio de que mi madre no se enterara de nada. Mi tía aceptó el trato, o al menos me hizo creer que lo aceptaba.
Por lo general, la tía Natalia era una mujer tranquila, le gustaba hablar antes de aplicar cualquier castigo y a mí me tenía un cariño especial, así que supuse que todo saldría bien. Me pidió con toda calma que me bajara los pantalones y yo, como había aceptado el trato, obedecí. Me puso en sus rodillas y me hizo levantar la cola, entonces me dio un pequeño pero firme discurso sobre la disciplina. Después, comenzó a nalguearme con una fuerza que yo no le conocía. La verdad es que no me esperaba aquellos azotes, pero estaba dispuesto a aguantarme la tunda con dignidad, sabía que me la merecía, sobre todo por ser tan estúpido de haberme dejado ver, paseando en día de colegio.
Las nalgadas proseguían, yo las sentía cada vez más fuertes, mi pobre culo me dolía, lo imaginaba colorado y lo sentía ardiendo. La paliza no estaba resultando, ni de lejos, la tunda suavecita y amable que yo había imaginado. Empecé a dar algunos gritos de dolor y a pedirle a mi tía que no me pegara más, a decirle que había aprendido la lección y esas cosas.
- ¿Te duele, malcriado? – Me dijo enfadada sin dejar de azotarme - ¡Me alegro que así sea! ¡Y no sueñes con que ya voy a parar porque recién voy comenzando! Y además – agregó – te tengo una sorpresa. Esta vez sí vas a aprender la lección.
Yo no estaba para sorpresas, no las que parecían poder aparecer en aquel momento en que mis nalgas me picaban y sentía los azotes cada vez más fuertes. Pero entonces mi tía se detuvo. Suspiré aliviado, creyendo, inocente de mí, que la paliza había terminado. Mi tía, sin dejarme levantar, buscó algo bajo los cojines del sillón y sacó una raqueta de ping pong, nuevecita.
- Te dije que te voy a dar la paliza de tu vida, te aseguro que no la vas a olvidar jamás – me dijo y empezó a azotarme con la raqueta.
No podía creer lo que dolía aquello, pero además me sentía tan avergonzado que ni siquiera era capaz de reaccionar. El dolor ya era tan terrible que me puse a llorar, al principio de manera discreta, pero después como niño pequeño en total desconsuelo.
Sentía la paleta estrellándose una y otra vez en mis nalgas y no atinaba a hacer nada, ni siquiera resistirme o agitarme, para evitar aquella lluvia de azotes sobre mi cola que, a esas alturas, empezaría a amoratarse.
Cuando por fin mi tía se detuvo, no me atreví a moverme, no sabía si iba a continuar, pero parecía que no. Me dolía terriblemente, nunca en mi vida me habían dado una paliza semejante, había durado como media hora y naturalmente yo estaba bañado en lágrimas. Empecé a frotarme las nalgas para aliviar un poco el dolor, pero entonces mi tía habló.
- Bueno, Carlitos, ahora la sorpresa que te prometí: ¿a que no sabes quién está aquí?
¡Noooo! Lo supe en cuanto mi tía preguntó aquello, pero no pude responder, pues entonces oí la voz de mi madre. Entre las dos me explicaron que apenas mi tía me había visto paseando en lugar de ir al colegio, había ido a contárselo a mi madre, quien se puso furiosa y decidió que era tiempo de detenerme a cualquier costo, pues mi mal comportamiento no podía seguir. Mi tía, sabiendo que todos los jueves yo iba a visitarla, propuso que esperaran hasta ese día y entonces me dieran una soberana paliza, de esas que no te permiten sentarte en cuatro días. Mi madre ideó que mi tía iniciara el castigo para “ablandarme” un poco y luego ella misma lo remataría. Yo escuché todo aquello temblando, pues de por sí ya no aguantaba el dolor en la cola y entonces, mi madre se sentó en el sillón, se arremangó la falda y tomándome del brazo me hizo colocarme en sus rodillas.
- Te está quedando colorado, como tomate bien maduro – comentó mientras me acomodaba el trasero para castigarme – Te puedo asegurar que esto te va a doler más a vos que a mí – me dijo. ¡Vaya frase célebre! La llevaré siempre en el corazón.
Empezó a nalguearme y lo siguió haciendo por un largo tiempo, que a mí me pareció una eternidad. Yo sabía que me lo merecía y pensaba que estaba bien que me castigaran así, creo que trataba de convencerme de ello para poder seguir soportándolo. Lloraba desconsolado, aullaba de dolor, gritaba que por favor parara, le decía a mi madre que de verdad ya no aguantaba… pero no había caso, mi madre estaba decidida a dejar las cosas en su sitio, a que mi cola terminara ardiendo y que yo no me pudiera sentar en varios días. ¡Y además me lo decía!
- ¡Te puedo asegurar, Carlitos, que no te vas a poder sentar por largo rato!
Cuando se detuvo por fin, yo sentía que, además de mi culito, mi cara también estaba afiebrada por tanto llanto, por la vergüenza, el dolor, por la situación… me habían atrapado y no había escapatoria, debía ser valiente y seguir sometiéndome al peor castigo de mi vida.
Mi madre aún no terminaba, me hizo colocarme de rodillas en el sillón y entonces, mi tía me sostuvo con fuerza ambos brazos, obligándome a inclinarme hacia delante sobre el respaldo.
- A ver, Carlitos, levanta la cola – me ordenó. Otra andanada de paletazos cayó sobre mis maltrechas nalgas que ya estaban como adormecidas, aunque no tanto como para no sentir un terrible dolor.
- Así que faltando al colegio ¿eh? ¡Yo te voy a dar a vos! ¿Qué te crees? ¿Que soy estúpida? ¿Qué podés hacer lo que querés?
- ¡Por favor! ¡No me pegues más, te lo pido! – le rogaba llorando -¡Me voy a portar bien!
- ¡De eso no me cabe duda, malcriado de porquería! ¡Ya me tenés cansada! – Me reñía mientras los azotes caían sobre mi cola, uno tras otro con rapidez, sin darme tiempo siquiera a respirar entre uno y otro. Siguió y siguió hasta dejarme el culo totalmente morado y caliente… ¡ardiendo!
Cuando terminó, me dijo que esperaba que hubiera aprendido la lección y me advirtió que si me veía haciendo otra macana, la próxima paliza sería aún peor. ¡¿Peor?! ¿Pero es que puede haber algo peor? Pensé. No sólo me habían pegado una tremenda paliza, sino que además lo habían planeado todo perfectamente: desde la raqueta oculta en el sillón, la sesión de “ablandamiento” con mi tía, el que ella me sostuviera de los brazos… hasta la humillación. Esto terminó por convertirme en el más sumiso de los hijos.
Volví a casa solo, me costó muchísimo porque no podía ni caminar sin que me doliera. Me fui a mi habitación, me puse hielo en las nalgas y me quedé allí reflexionando, tumbado boca abajo. Estaba abatido, pero no me sentía deprimido, todo lo contrario: para mi propia sorpresa, me encontraba en un estado de excitación total, comencé a parar la cola y a recordar con detalle cada momento del castigo.... ¡GUUUAAAUUU! ¡Qué bueno había estado...!
Había nacido un nuevo amante de las nalgadas.