miércoles, 11 de septiembre de 2024

APRENDIENDO IDIOMAS

 Nuestro traviesillo favorito volvía a encontrarse en una posición muy familiar para él: cara a la pared con las manos, que le pesaban terriblemente, en la nuca, los pantalones por los tobillos, los calzoncillos por las rodillas y el culito desnudo y ardiente el aire. Aunque era una situación que atravesaba a diario, con la misma frecuencia con la que perpetraba sus trastadas, era demasiado incómoda para conseguir acostumbrarse a ella y frenar la ansiedad de liberar los brazos y de acariciarse las nalgas para mitigar el escozor de la reciente azotaina. El compartir el castigo con otro jovencito igualmente travieso, su primo Misha, le proporcionaba escaso consuelo; la visión por el rabillo del ojo del culito redondo e intensamente colorado del otro joven le recordaba que su propio trasero, no menos redondito y carnoso, estaría igual de rojo y caliente, y además el que su primo, más pequeño que él y que solo llevaba unos pocos meses recibiendo la educación a la antigua de obediencia y castigo corporal en la que creían tanto Papi como el tío Sergio, resistiera el dolor y la molestia con frialdad eslava sin lloriquear ni inmutarse aparentemente le incrementaba la rabieta todavía más.

Chiquitín hizo un esfuerzo por no echarse al suelo y patalear, lo cual le hubiera valido una nueva zurra, y se secó con una sola mano las lágrimas que todavía brotaban, dejando la otra en la nuca. La tentación de aprovechar el momento para bajar la mano hasta sus nalgas e intentar apaciguar el picor fue demasiado fuerte. Al no escuchar amenaza ni reacción por parte del tío Sergio, que era quien supervisaba al castigo de los dos jóvenes, el travieso se frotó su culito redondo y apetitoso con ambas manos, intentando traspasar a estas el calor generado por los azotes. El momento de relax y alivio duró poco más de un par de segundos, hasta que notó primero los pasos sigilosos y rápidos de su guardián, y un instante después una nueva oleada de calor, esta vez en su oreja.

— ¿Quién te ha dado permiso, jovencito? No han pasado ni diez minutos y tenéis media hora de castigo.
— Aaaaay, perdón, tío Sergio, duele mucho. Aaaaaaau ...

La mano fuerte liberó su oreja pero solo para agarrarlo por la cintura mientras la otra mano descargaba una ráfaga de azotes sobre el culito desnudo y ya previamente dolorido.

— Uuuuy, ahora duele máááás ...
— Ahí quietecito sin mover ni un pelo o te dejo sin culo y sin orejas. Aprende de tu primo.

Afortunadamente tío Sergio no vio el mohín en los morritos de su sobrino al salir perjudicado en la comparación con el otro peque presente o de lo contrario Chiquitín se habría llevado otra tanda de azotes y el tono de su culito se habría acercado todavía más al granate. Tras secarse un nuevo par de lágrimas, provocadas más por la rabieta que por el dolor, el travieso logró por fin apaciguarse un poco y reflexionar sobre las travesuras, más que circunstancias, que le habían llevado a merecer su castigo.

La culpa había sido, una vez más, del tonto empollón de Misha. Al tío Sergio se le caía la baba hablando de su nene, lo cual no le impedía, sino todo lo contrario, darle buenas azotainas cuando su comportamiento, su rendimiento o su obediencia no eran impecables e inmediatos; a los pocos meses de su adopción no solo era sumiso y respetuoso y hablaba un español más que aceptable, sino que estaba además aprendiendo también inglés a toda velocidad. Cada vez que oía hablar de los progresos lingüísticos de su sobrino, Papi miraba a Chiquitín y fruncía el ceño recordando que llevaba años pagando clases para que su peque no pasara de tener una conversación básica en la lengua de Shakespeare.

La noche del día en que Misha aprobó su primer examen oficial de inglés, Papi retorció la oreja de Chiquitín y lo puso de cara a la pared bajo la amenaza de una zurra con el cepillo mientras lo apuntaba en un curso online. Tras matricularlo, le enseñó la alternativa si no conseguía resultados rápidos en el curso electrónico conectándose a la página web de un estricto y maduro profesor inglés nativo que, vara en mano, garantizaba buenos resultados a base de métodos pedagógicos británicos tradicionales. En la web aparecían fotos de los traseros desnudos de los jóvenes alumnos del profesor con abundantes marcas de vara como ejemplo; el publicar las fotos era un castigo añadido para quienes no alcanzaban el estricto nivel exigido en sus clases, y el docente, cuyo prestigio profesional no le quitaba la fama de bribón al que le gustaban mucho los chicos guapos, anunciaba posibles descuentos para alumnos con culitos jóvenes, suaves y redondos.

Asi que Chiquitín se había matriculado en un curso online; el traviesillo era un gran aficionado a Internet pero, precisamente por eso, la tentación de pasar de la plataforma del curso a la de uno de sus juegos favoritos era demasiado fuerte teniendo el teclado y el ratón entre sus manos. Una tarde se ganó una intensa y merecida zurra cuando Papi lo pilló con la ventana de su juego favorito minimizada y la del curso inactiva por llevar un rato largo sin interacción por parte del alumno. La segunda vez que fue pillado en las rondas de control que hacía Papi por sorpresa, la larga y severa azotaina con el cepillo dejó una impresión más duradera tanto en el culete como en el ánimo del peque. Por fin este empezó a tomarse en serio el curso y a avanzar y conseguir algún que otro resultado. A Papi le gustaba mucho cuando su chiqui entraba de golpe en su despacho o en el salón y saltaba prácticamente en su regazo mimoso y alborozado por sus éxitos en alguna de las lecciones, llenando a su papá de besos y esperando recibir a cambio otros tantos; normalmente sus deseos de mimos se veían complacidos, aunque la petición de una dosis de caramelos y golosinas a cambio de sus esfuerzos lingüísticos solo conseguía como resultado un tirón de orejas o un par de azotes contestados por pucheros que Papi encontraba adorables.

El traviesillo presumía tanto de sus avances y proezas que Papi, conocedor de su pico de oro y de sus castillos en el aire, decidió ponerlo a prueba de manera objetiva y programar un examen de su curso online. Controlaría los resultados el tío Sergio, con más conocimientos de inglés, y así lo haría coincidir con las lecciones que este impartía a su Misha recién adoptado tres veces por semana. Las instrucciones de Papi a su hermano, dichas en presencia de Chiquitín, eran las de propinar una buena azotaina en el culito desnudo a su sobrino si el resultado del test bajaba en lo más mínimo del umbral de excelencia pregonado por el nene. Tan fantasioso, despreocupado e indolente como era habitual en él por su naturaleza traviesa, el traviesete se permitió el lujo de pasarse jugando las horas destinadas al repaso la tarde anterior al examen.

Al día siguiente, frente al examen en el ordenador del tío Sergio bajo la mirada atenta y severa de este, la soberbia de Chiquitín se tornó en inseguridad al estrellarse sus sueños de grandeza contra la realidad de las preguntas cuyas respuestas en algunos casos ignoraba y en la mayoría no dominaba. No obstante, no habría sido el travieso que era si no confundiera el que le sonaran las cosas con estar dando la respuesta correcta y solo contaba con fallar un porcentaje de aquellas respuestas que había proporcionado completamente al azar, y aún así esperaba que la suerte le ayudara por lo que no consideró necesario molestarse en repasar el test antes de enviar las respuestas, pese al consejo acompañado de tirón de orejas de tío Sergio.

A continuación Misha llevó a cabo el mismo test y, una vez finalizado, tío Sergio ordenó a los dos muchachos que se colocaran en posición mientras esperaban por los resultados. Misha, conocedor de la rutina, colocó un par de sillas de la mesa del salón y las llevó al medio de la sala uniéndolas por sus respaldos. A continuación, se bajó los pantalones hasta los tobillos, los calzoncillos hasta casi las rodillas, y se arrodilló sobre el asiento de una de las sillas mientras apoyaba las palmas de las manos en el asiento de la otra, utilizando la parte superior de los respaldos para apoyarse y ofrecer su culito desnudo, redondito y carente de vello en pompa preparado para una probable azotaina.

— Chiquitín, no te hagas el remolón que tú también conoces la rutina. Ponte en posición.
— Tito, no va a hacer falta, voy a sacar muy buena nota.
— Mejor para ti, pero vas a esperar el resultado colocado en posición igual que Misha. Y si te lo tengo que decir otra vez va a ser cogiéndote de la oreja.

Adoptando un cierto aire de suficiencia como si fuera absurdo dudar de él, el travieso tomó dos sillas igual que Misha y, con cierta parsimonia que solo se aceleró ante un sonoro azote de la mano de su tito, las colocó al lado de su primo, que ya esperaba obediente con el culito preparado, e, igual que este, desnudó sus nalgas y se inclinó ofreciéndoselas a su guardián.

Mientras la aplicación informática procesaba los datos de los alumnos, tío Sergio contempló con la regla en la mano, con satisfacción y con una agradable excitación los dos hermosos traseros desnudos e inclinados y ofrecidos ante él, con los calzoncillos bajados al final de los muslos y los genitales, el periné y el ano bien afeitados asomando por entre las piernas. Recordó a los muchachos su obligación de permanecer en silencio mientras un bip electrónico avisaba de la disponibilidad de los resultados en su teléfono.

Misha había suspendido el test; tío Sergio le levantó la cabeza agarrándolo con fuerza de la oreja para reprenderle.

— Este resultado está por debajo de tus posibilidades y lo sabes, nene.
— Uuy, perdón, papá.
— ¿Te lo esperabas o no?
— Un poco, papá. Estudiaré más la próxima vez.
— Más te vale. Para asegurarme de que estudies te voy a poner el culo bien caliente.
— Sí, papá.

El primer azote con la regla no tardó en sonar en la estancia. Chiquitín, muy complacido de que su primo Don Perfecto estuviera siendo castigado, solo lamentaba que su posición no le permitiera contemplar las marcas de los reglazos sobre el pálido culito de Misha. Pero su sonrisa de satisfacción cuando a partir del séptimo u octavo azote su primo no pudo contener los gemidos no pasó inadvertida a tío Sergio.

La regla caía una y otra vez alternando los azotes por toda la superficie de las nalgas y la parte superior de los muslos de Misha, que estaban enrojeciendo a velocidad considerable. A tío Sergio le encantaba lo rápido que aparecían las huellas de la azotaina en el magnífico trasero del joven; el intenso tono rojo que adquirían y lo rápido que se disipaba. En unas pocas horas las nalgas volverían a estar blancas, suaves y dispuestas para caricias o para un nuevo castigo. Los tenues gemidos del muchacho, retorcido entre la quemazón de los reglazos, la humillación de adoptar una postura en la que se sentía desnudo y vulnerable y el confort difícil de explicar de saberse especial para su papá y objeto de una educación rígida, incrementaban el placer agridulce que sentían tanto el hombre como el muchacho; pero el castigo no solo excitaba al ejecutor y al receptor del mismo, sino también a un tercer agente: el testigo. Aprovechando la concentración del tío Sergio en aplicar bien el correctivo sobre el precioso culo de Misha, Chiquitín giró descaradamente la cabeza para poder contemplar como la regla impactaba sobre una de las nalgas de su primo. Aunque tenía la suerte de poder disfrutar del bonito espectáculo con frecuencia, la visión de la piel inmensamente roja temblando ante el azote le dejó una vez más sin aliento.

La regla se detuvo en el aire ante un nuevo bip de la aplicación informática. Tío Sergio captó a Chiquitín espiando con descaro la azotaina que recibía su primo y la mano que le dejaba libre la regla se le fue rápidamente a la oreja del traviesillo.

— Uuuuuuy.
— Vamos a ver tu resultado y enseguida hablamos.

La estupefacción en la cara de su tito, y el hecho de que siguiera sosteniendo la regla en una mano, provocó que un escalofrío recorriera a Chiquitín, que le pareció volverse muy pequeñito al comprender que la suerte no lo había acompañado y que además había sobreestimado la calidad de sus respuestas.

— ¡Tienes una nota más baja que Misha cuando este test debería estar por debajo de tu nivel! No doy crédito ... te voy a poner el culo como un tomate.
— ¡Aaaaaaaay!

Antes de acabar la frase la regla mordió la nalga de Chiquitín. El segundo azote cayó de forma casi instantánea sobre la nalga gemela y la alternancia se repitió una y otra vez. Al traviesillo se le inundaban los ojos de lágrimas, no tanto por el escozor de los azotes como por saber que los merecía y los necesitaba por haber sido una vez más un irresponsable; el no poder contener el llanto aumentaba su humillación, le hacía sentirse todavía más crío, hacía que el culito le escociera más y le hacía llorar aún con más fuerza. A su tito el llanto le conmovía en parte pero lo veía, acertadamente, como la aceptación de su condición de niño travieso por parte del joven.

Durante los siguientes veinte minutos los golpes de la regla en el culo redondo y carnoso de Chiquitín se interrumpieron regularmente por caricias que creaban una esperanza que se desvanecía con la reanudación del castigo. Tío Sergio pensaba demostrarle a su hermano de nuevo que se sentía cómodo en su papel dominante, que era un estricto guardián capaz de imponer orden entre los jóvenes con la misma severidad que cualquier otro papá y que era un consumado experto en el arte de la azotaina.
 

Mientras el hombre de la casa observaba con satisfacción los dos culos rojos cuyos dueños seguían castigados de cara a la pared, el recuerdo de su travesura empañó de nuevo los ojos de Chiquitín, y le recordó que Papi estaba a punto de llegar a casa del tito ... ¿Cómo reaccionaría cuando se enterara de la nota que había sacado? Le daba la sensación de que el culito se le ponía aún más rojo y caliente solo de pensarlo .

DOBLE RACIÓN 3

 Después de los primeros cuarenta azotes, Papi decidió dar un descanso a la vara y a las doloridas nalgas de Chiquitín, cruzadas desde la cintura hasta la mitad de los muslos por preciosas marcas. La belleza del culito castigado se completaba con el sonido de los sollozos del traviesillo, que con la eficaz acción del correctivo había cambiado su discurso y confesado muchas travesuras, pidiendo ahora perdón y clemencia. Aparte de la chocolatina consumida a escondidas, Papi se había enterado de alguna que otra falta, como negligencias en la limpieza de su habitación, utilización sin permiso de la televisión o de los videojuegos y pequeño etcétera. Desde luego el interrogatorio había sido efectivo; a partir de ese momento pensaba convertirlo en práctica habitual, para no pasar por alto ninguna menudencia, que no por previsible convenía dejar sin castigo.

No obstante, su suspicacia de papá no estaba del todo satisfecha. ¿Chiquitín, que ya conocía de otras ocasiones la severidad del interrogatorio, había llegado tan lejos sólo para ocultar unas chiquilladas como esas? Lo lógico sería que un par de azotes de la vara hubieran sido suficientes para la confesión y, tras un castigo razonable, Papi y su nene podían haber estado ya desde hace un buen rato reconciliándose y haciéndose cariñitos. Tenía que haber algo más; seguramente de poca monta también pero de alguna forma importante para el pequeño. Había que averiguar lo que era, puesto que un jovencito no debía de albergar ningún secreto sino ser totalmente transparente ante su papá. Y el gato encerrado estaba a punto de salir; unos chasquidos de la vara más y Chiquitín se derrumbaría y diría toda la verdad. Sobre todo si antes su castigado culito recuperaba la sensibilidad. Papi, con toda la sabiduría acumulada sobre como doblegar y someter a su nene, esperó con calma unos minutos y acarició casi cariñoso el culito expuesto ante él; el contacto con la piel escocida y ardiente aumentó su excitación.

Los gemidos y sollozos, que habían quedado casi atenuados, se convirtieron en gritos de pánico cuando la vara volvió a atacar los cuartos traseros del traviesillo. Tres o cuatro azotes más bastaron para que el chico empezara a llorar a moco tendido.

“¡Papiiiii, por favor, te lo contaré todoooooo, buaaaaaaaaaa!”

“¿Qué es todo, Chiquitín?” La vara golpeó inmisericorde una vez más.

“Lo que ha pasado... ¡hip! ... en los entrenamientos ... ¡hip!”

Vaya, vaya, por fin habían llegado a donde había que llegar. Un último azote no vendría nada mal para reforzar el mensaje, y Papi lo asestó sin vacilación. A continuación desató con calma las manos y piernas de Chiquitín, entumecidas por los forcejeos, mientras el muchacho poco a poco transformaba los hipidos, lloros y balbuceos en algo parecido a palabras, aunque todavía de escasa coherencia.

“Entrenador ... cosas feas .... retraso .... camino a casa .... promesas .... huir ...”

Parecía que el asunto podía ser más serio de lo que aparentaba al principio, pero no había que ponerse nervioso. Papi ayudó a Chiquitín a ponerse en pie y lo abrazó muy fuerte, acariciándole el pelo y el culito ardiente durante un buen rato.

“¿Ves lo que pasa por no contarle las cosas a Papi? Bueno, para ya de balbucear. En un momento te sientas en las rodillas de Papi y se lo confiesas todo, con calma y sin omitir ni un detalle, ¿estamos?”
 

Ya algo más tranquilito, sentado desnudo sobre las rodillas de Papi en el sofá del salón, Chiquitín le relató como un niño bueno todos los detalles de las clases de entrenamiento que hasta ahora había ocultado. Papi ya conocía la historia oficial: que el entrenador recibía en el patio a los chicos rezagados que salían últimos del vestuario bajándoles el pantalón de deporte y calentándoles el culito, que les hacía correr, competir entre ellos y hacer flexiones, y que vigilaba que no pasara nada raro en las duchas; cualquier mal comportamiento en el vestuario suponía probar la pala. Los otros chicos que entrenaban tenían diferentes perfiles; los había que simplemente habían cogido un poco de sobrepeso en opinión de sus papás, como el caso de Chiquitín, pero también deportistas semiprofesionales, algunos atletas y otros jugadores de balonmano o rugby muy musculosos y desarrollados, entre ellos el hijo del entrenador, al que Papi había conocido de casualidad aquella mañana.

Este último y sus amiguetes estaban orgullosos de su musculatura y se mostraban prepotentes con los chicos más jóvenes o menos corpulentos; Papi no le había dado en su momento demasiada importancia a las bromas un tanto pesadas que les gastaban a Chiquitín y pensaba que el muchacho no debía ser mimoso y tenía que adaptarse al grupo. Todas las burlas tenían lugar naturalmente sin conocimiento del entrenador, que de intuir cualquier tipo de falta de respeto a un compañero restablecía rápidamente el orden mediante dos docenas de palazos sobre las redondas y musculadas nalgas del transgresor, que debía ponerse en posición con el pantalón bajado en presencia de todo el resto de la clase, convertidos en encantados espectadores. Era en el camino de vuelta a casa donde salían darse los problemas; empujones, collejas, bromas de mal gusto, entre varios agarraban a Chiquitín, le bajaban los pantalones, le daban palmadas en el culo .... Nuestro amiguito no había contado nada a Papi para no ser un chivato.

No obstante, un día que los amiguetes cómplices del hijo del entrenador no estaban, y por lo tanto éste no podía sentirse fortalecido por sus compinches, Chiquitín, en lugar de intentar escapar de él como siempre hacía, salió a su encuentro y le plantó cara, retándole a que si tenía algún problema con él se lo dijera a solas como un hombre.

El hijo del entrenador, ante el coraje demostrado por un pequeñín al que le sacaba unos veinte centímetros, se mostró perplejo en principio, y divertido a continuación. Ante la sorpresa de Chiquitín, el gigantón estalló en carcajadas; comprobó con calma que nadie podía verlos y le agarró inmovilizándole los brazos y tapándole al mismo tiempo la boca.
“Qué gracioso; desde luego tienes lo que hay que tener, nene; pero creo que hay que enseñarte cuál es tu lugar, quién es el hombre aquí y quién el niñito”

Ante la impotencia de Chiquitín, el grandullón no tuvo ningún problema en bajarle el pantaloncito, arrastrarlo hasta una piedra lo suficientemente grande para permitirle sentarse en ella, y poner al pequeño sobre sus rodillas para propinarle una buena azotaina.

“Ya te enseñaré yo”, PLAS, “a respetar a los que son mayores que tú”, PLAS; “no eres más que un crío”, PLAS, “yo soy un hombre”, PLAS, “y cada vez que no me muestres el debido respeto”, PLAS, “te voy a poner el culo como un tomate”, PLAS, ....

Los azotes, rápidos pero contundentes, no acabaron hasta comprobar el grandullón que Chiquitín tenía ya el culito bien rojo, momento en el cual empezaron a ser sustituidos por manoseos y pellizcos. La mano del grandullón no tardó en palpar también el miembro de Chiquitín y en observar con gran satisfacción que el jovencito estaba excitado con su castigo. El pequeño, incapaz de soportar tanta humillación, comenzó a lloriquear.

“¿Por qué eres tan malo? Yo no te hecho nada y te metes siempre conmigo”.

El grandullón se echó a reír de nuevo con desenfado ante la ingenuidad de Chiquitín; le propinó tres o cuatro azotes más, lo puso en pie y, para sorpresa mayúscula del pequeño, lo estrechó entre sus brazos y comenzó a besarlo.

“Mira que eres tonto. ¿No ves que me meto contigo porque eres el más guapo del equipo y el que más me gusta? Tienes un culito precioso”.

Chiquitín comenzó a forcejear, lo cual excitó todavía más al grandullón, que le introdujo la lengua hasta el esófago mientras le impedía moverse con sus poderosos brazos y sus piernas, que rodeaban las del pequeño.

“Estate quieto, o te llevas otra zurra. No te hagas el remilgado, porque yo también te gusto a ti. Tu amiguito de ahí abajo no puede mentir aunque tú lo intentes”.

Y así se sucedieron los azotes, los pellizcos y los agarrones, intercalados con besos, abrazos y caricias, no solo ese día sino durante y después de todos los entrenamientos siguientes. Cuando nadie los veía, el grandullón le guiñaba el ojo a Chiquitín, le robaba un beso o le daba un azote en el culo, preludio de la tensa pero dulce lucha que ambos esperaban con impaciencia al acabar la clase, y en la que siempre era el mismo el que perdía, aunque en realidad no estaba nada claro que la derrota fuese tal.

Papi escuchaba el relato entre estupefacto e indignado, más aún al preguntar por los detalles más íntimos y descubrir que los últimos forcejeos entre los dos amiguitos habían acabado con Chiquitín de rodillas haciendo los servicios con la boca que a Papi tanto le gustaban y que pensaba que sólo él recibía. Aunque le complacía la nobleza de su nene, que podría con relativa facilidad hacerse pasar por víctima de abusos por parte de otro chico más grande y fuerte que él, le mortificaba lo tonto que había sido al creer que el culito rojo que Chiquitín traía a casa después de cada tarde de deporte era siempre obra del entrenador sin verificarlo, y que ciego había estado al malinterpretar el sonrojo del hijo del entrenador aquella mañana cuando su papá había hablado de los azotes a Chiquitín. Tenía buenos motivos para ponerse rojo ese sinvergüenza.

Y naturalmente se reconcomía de celos al ver cómo su nene defendía a su agresor, que al parecer estaba realmente enamorado de Chiquitín. Pudiendo haberse limitado a abusar de él como del resto de los chicos menos atléticos del equipo, había dejado de manosear y acosar a los otros y se centraba exclusivamente en su nene. Sus intenciones eran serias y había llegado a proponer a Chiquitín en varias ocasiones hablar con sus respectivos padres y pedir la emancipación al Consejo de la ciudad, junto con el permiso para adoptarle y convertirse en su nuevo papá, a pesar de su juventud. Chiquitín no quería contar detalles que pudieran ser hirientes para Papi, pero la insistencia de éste le llevó a revelar conversaciones íntimas con el chico grandullón, en el que éste se consideraba con más aptitudes para ser papá.

“Así que tu papi permite que tu jefe, tu entrenador, tu tío y a saber cuántos otros te vean el culito y te lo zurren; cuando yo sea tu papá tu culito será solo mío y nadie más lo verá ni mucho menos lo tocará. Y nada de ir a playas nudistas; sólo yo te veré desnudo, de hecho te tendré desnudito y a mi merced en casa. Te daré una buena zurra todos los días para que tengas claro quién manda; y luego te comeré a besos. Y ese culito tan rico que tienes no se va a llevar solamente azotes, va a haber mucho más entre tú y yo”.

Dentro de su enfado, Papi se esforzó en sonreír ante la ingenuidad de los jóvenes; aún en el caso de que los locos sueños del grandullón se hicieran realidad y consiguiera convertirse en el nuevo papá de Chiquitín, con el tiempo acabaría prestándose a intercambiar a su nene con otros papás para a su vez tener acceso a algunos otros de los culos bonitos que había en la ciudad. En fin, tampoco era conveniente quitarles la ilusión a los jóvenes. Sí lo era, desde luego, poner todo este asunto en conocimiento del entrenador y decidir entre los dos papás los castigos necesarios. Papi levantó a Chiquitín de sus rodillas y con cara severa y un azote preventivo lo envió cogido de la oreja hasta la esquina de la habitación, donde se quedaría durante un buen rato. Y pobre de él como se moviera de allí o como bajara las manos de la nuca.

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Arriesgándose a llevarse un buen azote, Chiquitín giró la cabeza tímidamente; su campo visual, hasta entonces ceñido a la pared que tenía a un palmo de la nariz, fue ampliándose y descubriéndole que se encontraba a solas en el salón. Se atrevió a separar los brazos, que tenía ya entumecidos; Papi lo tenía bien entrenado y había aprendido a aguantar ratos realmente largos con las manos en la nuca, pero notaba que no podría resistir mucho tiempo en esa postura y eso, si su papá seguía tan enfadado, lo cual era más que posible, le valdría una nueva azotaina. Más pronto que tarde se llevaría más azotes, por lo que había que aprovechar la ocasión para acariciarse e intentar aliviar el escozor en el culo, todavía caliente, muy sensible y casi seguro que marcado aún por la vara.

Un ruido le hizo girarse de cara a la pared y devolver las manos a la nuca muy rápidamente, aunque no lo suficiente para un papá perspicaz y acostumbrado a los trucos de los traviesillos. Chiquitín apenas tuvo tiempo de percibir con estupor que había sido cazado; enseguida Papi le agarró las manos inmovilizándolas a la espalda mientras le propinaba una retahíla de azotes.

“¿Quién ... PLAS ... te ha dado .... PLAS ..... permiso ..... para moverte, ......, jovencito?”... PLAS .... PLAS .... PLAS ...

Cuando la tonalidad del rojo de ambas nalgas logró la intensidad y la uniformidad adecuadas, Papi soltó las manos del chico y lo giró. Bien educado, Chiquitín bajó ligeramente la cabeza sin atreverse a mirar a su papá directamente a los ojos, lo cual le hubiera valido algún azote más.

“Desde luego, no tienes remedio. Anda, vístete, que tenemos visita”

Sobre el sofá aparecía la ropa que Papi había ido a buscarle; nuestro amigo seguía desnudito, y así se habría quedado de no ser porque al parecer estaban esperando a alguien. Chiquitín sabía que los niños buenos no hacen preguntas, pero Papi decidió en aquella ocasión satisfacer su curiosidad.

“Viene tu amiguito con su papá el entrenador”

Chiquitín intentó disimular pero una mueca de tristeza asomó a sus labios. Le daba mucha vergüenza volver a ver a su amigo especial delante de Papi después de las travesuras que habían hecho juntos. No se arrepentía de delatarle, puesto que había hecho lo correcto y lo que era lo mejor para los dos, pero le entristecía pensar que el chico sería castigado, y severamente además.

“El entrenador y yo hemos hablado largo y tendido por teléfono; como está claro que los dos habéis sido culpables y desobedientes creemos que debéis ser castigados juntos. Ellos dos han tenido ya una charla y ahora vienen hacia aquí; os habéis pensado que erais ya mayores y desde luego que vamos a poneros en vuestro sitio. Vais a ver lo que les pasa a los niños que hacen travesuras y abusan de la confianza de sus papás”

El chico estaba tan compungido que Papi tuvo que reprimir el impulso de estrecharlo entre sus brazos. Ya habría tiempo para la reconciliación, pero antes estos dos traviesillos debían recibir su merecido; se limitó a señalar con el índice la ropa para que Chiquitín se vistiera. Naturalmente no le había proporcionado ropa interior; mientras el muchacho se subía el pantalón corto y ceñido, su papá se relamía pensando en los muchos azotes que iban a tener lugar en ese mismo salón en unos minutos, y no en uno sino en dos deliciosos culos.

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“Acaban de llamar a la puerta. No te muevas de ahí, jovencito”

Menos mal, Chiquitín no habría podido aguantar ni un minuto más con las manos en la nuca. Ahora un último esfuerzo para que cuando entrase el entrenador se encontrase al chico obediente en su lugar de castigo de cara a la pared, con su camisa blanca y sus pantalones muy cortos, que de hecho dejaban a la vista las marcas de la vara sobre sus muslos.

Los pasos de los visitantes se aproximaban. Sin darse la vuelta ni bajar las manos mientras no le dieran el permiso para ello, Chiquitín se encontró rápidamente con compañía a su lado. El chico grandullón, traído firmemente de la oreja por su papá, ocupó su puesto de cara a la pared.

“Tenemos que hablar largo y tendido con vosotros dos; parece que no tenéis muy claro que tenéis que respetar y obedecer a vuestros papás. Daos la vuelta; las manos que sigan en la nuca”

Los dos chicos se giraron sin atreverse a despegar las manos de la nuca ni a mirar a los ojos de los mayores, lo cual habría sido interpretado como un desafío. Se produjo un tenso silencio, interrumpido por el entrenador, que se dirigió a su chico.

“Nene, no sólo me has faltado al respeto a mí con esas locuras de creerte mayor, sino al papá de Chiquitín; en casa te has llevado ya una buena tunda pero ahora te pongo en sus manos, está muy en su derecho de castigarte”

“Ven aquí, jovencito”, ordenó Papi.

Grandullón se acercó, obediente y cabizbajo. Para Chiquitín, acostumbrado a ver a un joven desenvuelto y un tanto vanidoso que se comportaba como un adulto delante de los compañeros más jóvenes, fue chocante verlo sumiso, la mirada baja y las manos en la nuca, y vestido con ropa de niño, camisa gris, corbata y un pantaloncito casi tan corto como el suyo y más ceñido si cabe, que dejaba también al aire unos muslos enrojecidos y evidentemente bien castigados antes de venir.

Los dos chicos no pudieron dejar de percibir que los papás, que permanecían de pie con expresión muy severa, habían colocado sobre la mesa un amplio repertorio de instrumentos destinados a la educación de jóvenes díscolos: un cepillo de grandes dimensiones, una regla de madera recia, un cinturón de cuero y un sacudidor de alfombras se encontraban a disposición de los mayores, que no se lo pensarían dos veces si consideraban conveniente emplearlos con aquel par de traviesillos.

Sin apartar los ojos de Grandullón, Papi se sentó en el sofá y, con calma, buscó y desabrochó el botón del pantaloncito del joven, le bajó la cremallera y tiró de la prenda, que habría insistido en ceñirse a sus gruesos muslos de no ser por la persistencia de las manos de Papi. Los pantaloncitos pasaron de las rodillas a los tobillos del chico, dejando al descubierto unas redondas, musculosas y coloradas nalgas ante los ojos de Chiquitín y un miembro de considerables dimensiones ante los de Papi, que tuvo que contenerse para no pestañear. Desde luego, el muchacho estaba dotado para ser un buen papá en un futuro no tan lejano. Obediente, grandullón levantó un pie y luego el otro para despojarse definitivamente de una prenda que evidentemente no iba a necesitar durante el resto de la noche.

“Sobre mis rodillas”

Chiquitín contempló con admiración el combate que tuvo lugar durante los minutos siguientes entre el corpulento y espléndido culo del muchacho y la no menos fuerte y vigorosa mano derecha de Papi, que acabó doblegando las nalgas ofrecidas sobre su regazo con la aplicación de un sonoro castigo, aunque para ello tuvo que esforzarse al máximo y acabar con la palma casi igual de colorada que los cuartos traseros del joven. Acostumbrado al culito más suave y menos trabajado de Chiquitín, Papi se encontró ante un reto del cual, tras un instante de duda inicial, tuvo claro que saldría airoso, sobre todo al aplicar con maestría una serie de manotazos sobre el extremo superior de los muslos del joven que lo llevaron a proferir casi un alarido. Grandullón, aunque muy contra su voluntad, no pudo sino empezar a gemir ante el ardiente escozor que sentía en su voluminosa retaguardia, mientras retorcía las piernas abriéndolas más y exponiendo su agujerito más íntimo ante un Papi cada vez más excitado.

El entrenador contemplaba el castigo con aprobación ante aquel papá que demostraba sin complejos cómo un hombre de verdad debía tratar a un nene consentido; Grandullón aprendería a comportarse ante el resto de los adultos como el niño obediente que era con él en casa, y olvidarse de sus fanfarronerías y de jugar a ser mayor.

Una vez demostrado que podía someter a aquel casi hombretón sin más ayuda que la de su potente mano, Papi lo levantó de su regazo. Teniendo claro que la sumisión absoluta era la única opción, Grandullón se apresuró a colocar las manos en la nuca, sin por supuesto plantearse el tapar su miembro ni su culo y sus muslos rojo intenso del resto de los asistentes. Papi le indicó que acabara de desnudarse; un par de minutos más tarde, el hermoso y atlético cuerpo del joven se tumbó dócilmente a lo largo del sofá, siguiendo las indicaciones de quien estaba al mando en ese momento. Papi levantó los tobillos doblando al sumiso muchacho como a un bebé al que le van a cambiar el pañal y descubriendo un bellísimo cuadro: las nalgas rojas, calientes y completamente abiertas del travieso, descubriendo y exponiendo con generosidad sus secretos más íntimos.

Manteniendo las piernas de Grandullón bien arriba, abiertas y separadas, con una mano, Papi tomó la regla de madera con la otra y comenzó a propinar sobre el culo ofrecido e indefenso ante él una contundente paliza. Los intensos reglazos enseguida se vieron acompañados de roncos gemidos por parte de la víctima, que pagaba un doloroso precio por las travesuras cometidas con Chiquitín. Por otra parte, la compasión que sentía este último se veía superada por la admiración a su Papi; ver cómo dominaba sin titubeos a quien él había llegado a considerar como un gigante le provocó una mezcla de amor, orgullo y deseo de someterse todavía más ante quien estaba claro que era el auténtico hombre en su vida. Grandullón era simpático y muy guapo, pero no pasaba de ser un niño fanfarrón que jugaba a ser un papá.

El entrenador distrajo a Chiquitín de su fascinación por los azotes a su amigo, tomándolo sin contemplaciones de la oreja.

“Yo también tengo unas cuantas cosas que hablar contigo, nene. A ver si te piensas que puedes utilizar mis clases para hacer cochinadas con tus compañeros. Desnúdate ahora mismo”

Enseguida los reglazos de Papi tuvieron que competir en intensidad con los impactos del cepillo del entrenador sobre el culito de Chiquitín. Y sería difícil saber cuál de los chicos desnuditos gritaba más fuerte ni quién de ellos tenía una mayor sensación de estar sentándose sobre brasas ardientes.
Una vez los dos culos hubieron logrado una tonalidad casi escarlata, los muchachos fueron consolados brevemente sobre las rodillas del papá del otro; no obstante, los mayores consideraban que la compensación por las travesuras de sus chicos precisaba también de un buen servicio de satisfacción oral que los relajara de tanta tensión. Chiquitín y Grandullón se arrodillaron obedientemente en el suelo delante cada uno del hombre que acababa de castigarle y, con la misma sumisión, bajaron la cremallera de su pantalón. Mientras agarraba firmemente, apretándola contra sí, la cabeza del hijo del entrenador, la dulzura y habilidad de la lengua del muchacho fueron toda una sorpresa para Papi, mientras el entrenador no era precisamente menos dichoso gozando del para nada inferior talento oral de Chiquitín, ya conocido por otros de los amigos de su papá.

Esta muestra de buen comportamiento de los chicos fue premiada con muchos mimos, aplicaciones de pomada que consiguieron reducir un poco la temperatura de sus nalgas, y con un resto de la noche muy relajado, en el que las travesuras de los jóvenes parecían olvidadas. No obstante, antes de irse de vuelta los invitados, los dos papás acordaron que cada muchacho se llevaría, durante un tiempo indefinido, una buena azotaina antes de irse a la cama. La noticia, recibida con pesar por los dueños de los culitos todavía muy enrojecidos, fue compensada con el anuncio de que durante esa temporada tendrían también derecho a ración doble. Grandullón y Chiquitín, hartos de la penuria de sus comidas y cenas, sonrieron encantados.

Al día siguiente, no obstante, Chiquitín descubrió el auténtico significado de la doble ración cuando la cena fue tan raquítica como siempre desde que había comenzado la dieta, y más tarde Papi apareció en su habitación provisto de un grueso cinturón; la azotaina prometida esa noche y las siguientes sería doble, la primera mitad con la mano y la segunda con un instrumento elegido de la amplia colección de la que disponía Papi.

Mientras el travieso jovencito se iba quedando dormido, boca abajo naturalmente, después de muchos sollozos, Papi marcó el teléfono del entrenador mientras seguía acariciando el ardiente culito y los muslitos rojo granate con la otra mano, y recibió satisfecho la confirmación de que otro traviesillo acababa de recibir el mismo tratamiento y también tendría doble ración durante muchos días.

DOBLE RACIÓN 2

 Papi vagabundeaba por el salón de casa con su habitual apariencia tranquila aunque autoritaria, que escondía en esta ocasión una cierta languidez entre la pereza y la sensualidad. Mientras se paseaba con las manos a la espalda de un lado al otro de la habitación, pensaba en cómo le apetecía dar una buena azotaina a un jovencito díscolo; ver aparecer el color en sus nalgas, sentirlas temblar ante el próximo azote, oír las peticiones de clemencia del chico, sus gemidos incrementándose junto con la severidad del castigo ... Una sonrisa se iba dibujando en su rostro a medida que se adentraba en sus ensoñaciones. Pensaba naturalmente en Chiquitín, que estaría arriba en su habitación ajeno a las peligrosas turbulencias que se sucedían en la mente de su papá. Tal vez leyendo algún tebeo tirado en cama; se lo imaginó tumbado boca abajo, sobresaliendo en su perfil el culito ceñido por el pantalón corto. Pensó también en la corbata desabrochada, la camisa arremangada, los muslos desnudos, los calcetines altos bajados con pereza hasta la mitad de la pantorrilla ... un traviesillo tal vez necesitado de un poco de mano dura.

De forma semiinconsciente, Papi abrió el armarito de instrumentos de castigo, su rincón favorito del mueble del salón. La zapatilla de suela dura, la serie de cinturones y correas o las tiras de cuero del martinete le evocaron la imagen del mismo muchachito tumbado en la cama boca abajo, pero ya con los pantalones y los calzoncillos bajados casi hasta la rodilla y el culito blanco al aire, redondito y apetecible, cogiendo color ante el impacto del primer azote, al que no tardarían en seguir un segundo y un tercero.

Mientras acariciaba la recia madera de uno de los cepillos de castigo recordaba que su ansia por azotar no venía de la ausencia de disciplina de los últimos días, sino de lo contrario. El plan de la dieta de Chiquitín estaba dando un resultado que superaba las previsiones más optimistas; la disciplina de la relación papá – hijo, un poco deteriorada por la rutina de los casi tres años transcurridos desde la adopción del joven, había reverdecido sus laureles volviendo a sus mejores momentos, poniendo a Papi en un estado de casi permanente excitación. Chiquitín volvía a ser travieso y pícaro casi como un niño recién adoptado, elaborando estratagemas para saltarse la dieta y generando conatos de rebelión que había que sofocar rápidamente; apenas le daba tiempo a recuperarse de una azotaina cuando su culito volvía a convertirse en acreedor de más atención por parte de su papá. Todos y cada uno de los útiles para reforzar la autoridad paterna que Papi estaba contemplando en su rincón del mueble del salón habían probado y enrojecido las apetitosas nalgas del chico durante los últimos días. Todavía más desde que el muchacho había sido matriculado con su nuevo entrenador para que la alimentación sana fuera acompañada de la práctica de deporte. A la vuelta de cada sesión Chiquitín debía desnudarse de cintura para abajo y colocarse sobre las rodillas de Papi para una inspección; la tarde anterior, como ocurría casi todos los días de entrenamiento, había llegado a casa todavía rojito, con muestras evidentes de haber sido calentado por el entrenador. Y eso significaba también una segunda azotaina en casa, que podía recrudecerse si al traviesillo se le ocurría insinuar que el castigo durante la práctica deportiva no había sido merecido. Papi recorrió el cuero del cinturón que había reavivado el rojo en el culete del joven antes de irse a la cama. Y pensó también en la todavía más excitante reconciliación entre el nene y su papá que había tenido lugar después de la zurra.

Nuestro hombre se obligó a soltar el cinturón que le encantaría volver a utilizar de nuevo, y a devolver su mente al origen de sus meditaciones. Aquella mañana se había encontrado casualmente por la calle al entrenador de Chiqui, que iba de la mano con su hijo; le había llamado la atención que el chico fuera casi un hombretón fornido e igual de alto que su papá. Mucho más joven, desde luego, pero con edad para emanciparse. Probablemente el entrenador habría pedido al consejo de la ciudad permiso para prorrogar la minoría de edad del muchacho y por lo tanto el período de adopción. El consejo solía concederlo de oficio, puesto que un chico emancipado, todavía sin la edad y la experiencia suficiente para adoptar a su vez a un jovencito y convertirse en papá, planteaba un problema. Papi se sorprendió pensando que le resultaría morboso el reto de dominar y castigar a un chico ya próximo a la treintena o tal vez un poco más allá, casi un hombre, al que no sería tan fácil poner sobre sus rodillas como a Chiquitín. Aquel no tan chico grande y musculoso, infantilizado con su camisa blanca, corbata, pantalón corto y calcetines altos, le despertó, seguramente debido a la voluptuosidad en la que las frecuentes azotainas a Chiquitín le tenían envuelto de forma casi permanente, muchas fantasías. Cuando su papá se lo presentó, lo felicitó por ser tan guapo, le acarició el pelo y le propinó, con la misma mano firme pero cariñosa, una suave palmada en el culo, igual que habría hecho con un niño recién adoptado; el joven, tras una brevísima vacilación que hizo patente que se consideraba mayor para tales atenciones, agachó no obstante la cabeza sumiso y se esforzó por sonreír al conocido de su papá.

El atractivo del joven le había distraído de la conversación del entrenador, más maduro que Papi pero con un cuerpo más cuidado y vigoroso debido a su oficio. No obstante, algo le hizo prestar mucha atención a una charla que se suponía insustancial y de compromiso; el deportista estaba felicitándole por los grandes progresos de Chiquitín, que al principio se mostraba poco motivado y reacio a la práctica del deporte, lo cual le había valido muchos azotes, pero que en los últimos tiempos estaba mostrando un comportamiento ejemplar.

“Ya no me acuerdo de la última vez que le tuve que calentar el culito; lo cual no deja de ser una pena por otra parte, porque es uno de los chicos más guapos del equipo”. El entrenador le guiñó un ojo con picardía. “Es usted un hombre afortunado”.

Un tanto aturdido al recordar las señales de una azotaina reciente en las nalgas de Chiquitín al volver del entrenamiento la tarde anterior, Papi prefirió no entrar en discusiones e hizo caso omiso de la primera parte del comentario, limitándose a devolver el cumplido alabando a su vez la belleza y la obediencia del hijo del entrenador. Le sorprendió favorablemente ver el leve pero perceptible rubor que cubría las mejillas del joven, que permanecía dócil con la cabeza baja; le gustaba que un chico siguiera siendo tímido y sintiendo vergüenza ante los cumplidos de un hombre más mayor. Pero el entrenador era un tipo, o bien muy extraño que olvidaba las azotainas que había dado el día anterior, o bien muy despistado que confundía a sus alumnos.

Los recuerdos se vieron interrumpidos ante un detalle que a la perspicaz mirada de Papi no pasó desapercibido; Chiquitín no había vaciado la papelera de la habitación. La mirada se le iluminó pensando que tal vez eso pudiera ser motivo de alguna forma de corrección, como mínimo un tirón de orejas y un par de azotes, pero luego recordó que había eximido a su nene de la obligación de recoger el salón a cambio de que se encargara de la limpieza de las ventanas. Así que un tanto contrariado se inclinó a recoger los papeles; al hacerlo le llamó la atención el brillo de un trozo de papel de aluminio. Revolviendo un poco entre las facturas y la publicidad acumuladas en la papelera, extrajo un gurruño que expandido resultó ser el envoltorio de una chocolatina.

Ahora sí que Papi lucía una sonrisa de oreja a oreja. Así que Chiquitín había estado comprando y comiendo chocolatinas a escondidas saltándose la dieta. Bien, bien, sin duda habría que hablar muy seriamente con él y llevarse como “auxiliar de conversación” una zapatilla con una suela dura y rugosa.

Mientras subía las escaleras hacia la habitación del traviesillo zapatilla en ristre, una idea todavía mejor cruzó su mente. Sería mucho más provechoso para la disciplina del jovenzuelo que él mismo confesase su falta en lugar de comunicarle directamente que había sido descubierto. La idea la había sacado de su revista mensual favorita, Cariño y disciplina, en la que se daban muchos consejos a papás defensores de la educación tradicional, y la había puesto a prueba con gran éxito ya en alguna otra ocasión. Chiquitín iba a ser sometido a un interrogatorio; en ese caso sería mejor seguir todo el ritual de las ocasiones anteriores. Papi giró sobre sus pasos y descendió de nuevo hacia el salón para reemplazar en el armario de los instrumentos educativos la zapatilla por la vara de abedul que en su momento había seleccionado como herramienta para sacarle toda la verdad a su jovencito preferido.

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La súbita aparición de Papi en su cuarto no habría sobresaltado a Chiquitín en principio puesto que el muchacho ni siquiera concebía la idea de que su papá tuviera que llamar a la puerta para respetar su intimidad, ni mucho menos de que tuviera derecho a tal intimidad, pero la seriedad en el semblante de su progenitor, y sobre todo la vara de los interrogatorios que lucía amenazadora en su mano, le pusieron la boca seca de manera instantánea. Intentó valorar diferentes opciones pero la sorpresa y el temor bloqueaban cualquier intento de estrategia; aunque no había tenido ni siquiera tiempo de pensar en la travesura que habría cometido, el lado más irracional de su cerebro le hacía imaginarse ya con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta las rodillas y sintiendo la mordedura de la madera del abedul sobre su indefenso y desnudo culito y sus muslos.

El chico no estaba tumbado en la cama sino en cuclillas en el suelo con un juego electrónico. Pero su aspecto indolente y desarreglado, con uno de los calcetines bajado casi hasta el tobillo mientras el otro se mantenía en lo alto de la pantorrilla, la corbata desabrochada y el pantaloncito corto y muy ceñido que dejaba los muslos al aire se parecían mucho a la escena que Papi había imaginado minutos antes.

Tras su bloqueo inicial, la contemplación de la vara hizo a Chiquitín levantarse de forma semiautomática, subirse el calcetín díscolo a la misma altura del otro, juntar las manos a la espalda e inclinar la cabeza dando la perfecta imagen del niño bueno.

“Hola, Papi”. La voz no podía evitar sonar temblorosa.

“Buenas tardes, Chiqui. Quítate toda la ropa, por favor. Te quiero completamente desnudo”. Papi hablaba con voz muy tranquila pero chasqueando la vara al mismo tiempo.

“Mmmm ...” Chiquitín comenzó a musitar una respuesta, pero se interrumpió a tiempo de evitar llevarse un varillazo en el muslo. No quedaba otra que mostrarse muy dócil; comenzó a quitarse la corbata y a desabotonarse la camisa. Desnudo de cintura para arriba, se quitó los zapatos sin atreverse a mirar a Papi ni dar la menor muestra de desobediencia. Tampoco mostró ninguna vacilación a la hora de bajarse el pantalón y el calzoncillo, las instrucciones de Papi habían sido muy claras. Se mostró por fin desnudito, con la cabeza baja y las manos enlazadas en la nuca, sumiso como debía ser un niño ante los adultos y muy especialmente ante su papá, mientras este último se aproximaba hacia él jugueteando con la vara.

“Inclínate, Chiqui, hasta tocarte las plantas de los pies”.

Tal vez Papi estaba comprobando simplemente su sumisión y de seguirle la corriente podría escapar a los azotes, o al menos esa era la hipótesis más optimista para nuestro amiguito. Ahora la dieta y el deporte, que lo tenían en mejor forma física, le permitían cumplir mejor la orden de inclinarse sin doblar demasiado las rodillas y permitir a Papi disfrutar de su espectáculo favorito: sus nalgas desnudas inclinadas, ofrecidas y abiertas ante él, mostrando los secretos más íntimos y más deliciosos de un jovencito. Dejando momentáneamente la vara descansar sobre la mesa de estudio, el papá agarró con firmeza no exenta de suavidad los genitales de su nene con una mano mientras comenzaba a acariciarle el culito con la otra. Comprobando con placer que el vello no había comenzado aún a brotar de nuevo reduciendo la belleza del paisaje, la mano de Papi fue palpando con firmeza y sin prisa toda la superficie de las nalgas mientras uno de sus dedos iba tanteando la abertura del orificio más privado del joven.

“¿Has sido un niño bueno, Chiqui? ¿O has sido travieso?”

El dedo juguetón se introdujo dentro de Chiquitín casi de golpe mientras la otra mano soltaba un poco la presión sobre los testículos para centrarse más en el pene del joven, que sufrió una erección tan fulminante como humillante para él. Notó como la sangre se agolpaba no solo en su miembro sexual sino también en su cara.

“Papi, yo creo que sí ...”

La mano de Papi descargó un manotazo sobre el trasero generosamente ofrecido.

“¿Crees o sabes?”

Nuevo azote seguido de gemido lastimero.

“¿Que sí has sido bueno o que sí has sido malo?”

“Sí he sido bueno, Papi”.

Una mano volvía a palpar y a someter las nalgas mientras la otra seguía presionando los genitales y trabajando el pene erecto.

“Vaya, vaya. Crees que sí has sido bueno. Ajá”

De repente no uno sino dos dedos penetraron a Chiquitín, que no pudo evitar un gemido ni una erección cada vez más violenta.

“Pero ¿cómo puedo saber que dices la verdad? Los niños a veces mienten. A lo mejor me estás ocultando alguna travesura”.

Manteniendo los dos dedos firmes dentro de Chiquitín, Papi tomó la vara con la otra mano y la blandió delante de los ojos del chico.

“Va a ser mejor que me pongas al día de tus travesuras, nene. De lo contrario tendré que usar ciertos métodos para que confieses. Y ya sabes que son bastante dolorosos”.

Sumido en un mar de dudas, al traviesillo le costaba encontrar la mejor opción. Tal vez todo fuera un farol y Papi no supiera nada; no era posible que se hubiera enterado de aquello ... y en cualquier caso le daba demasiada vergüenza confesarlo. Empezaba a experimentar malestar por mantenerse tanto tiempo inclinado, además de los dedos que le penetraban.

Una mano firme lo cogió de la oreja y lo levantó de nuevo con firmeza, lo cual generó nuevos gemidos y protestas.

“Vamos a la sala de castigos, a ver si allí te convences”.

Papi arrastró a Chiquitín desnudito de la oreja, blandiendo siempre la vara en su mano libre, hasta un cuarto que había sido habilitado especialmente para la disciplina del joven y que no le traía recuerdos demasiado agradables. Varas y látigos colgaban de la pared, mientras que el centro de la estancia lo ocupaba un caballete de castigo. Sin mediar palabra, Papi obligó al muchacho a inclinarse sobre el instrumento de sujeción, dotado de bridas para impedir el movimiento libre de manos y piernas del traviesillo necesitado de un correctivo.

Una vez bien colocado y cerradas las cuatro bridas, dos para las muñecas y dos para los tobillos, Papi disfrutó de la atractiva escena que se le ofrecía: un niño travieso totalmente desnudo inclinado con el culito en pompa, las manos y pies totalmente sujetos y las piernas bien separadas tensando más las nalgas y exponiendo ante la vista de cualquier espectador el apetitoso ano y los genitales de la víctima.

Muy excitado ante la pequeña sesión de dominación que había tenido lugar y la perspectiva de la azotaina que pensaba propinar, Papi tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir el impulso de violar a Chiquitín allí mismo. El muchacho sería penetrado, desde luego, pero antes la autoridad paterna debía ser reforzada; el traviesillo tendría que reconocer su error y aceptar el castigo que se había ganado.

“Chiquitín, esta es tu última oportunidad. Si confiesas tus travesuras podemos pasar directamente a castigarte sin un interrogatorio previo que será lento y doloroso. No tienes nada que ganar con la mentira y bastante que perder” Otro chasqueo de la vara en el aire reforzó las palabras de Papi.

¿Iba a ser el castigo más duro que el interrogatorio? En cualquier caso el jovencito no se veía con ánimos de revelar su secreto; intento aceptar la idea del interrogatorio que iba a sufrir, pero no pudo evitar un espasmo que sacudió los brazos y piernas bien sujetos al caballete, provocando también un gracioso bote de las nalgas ofrecidas.

De forma que las explicaciones previas no eran suficientes esta vez para lograr la confesión; había que pasar a la acción y a Papi no le temblaría el pulso para que el traviesillo recibiera lo que evidentemente merecía y necesitaba.
Tras cortar el aire, la vara impactó con fuerza sobre el indefenso culito del muchacho, levantando un agudo grito. Enseguida un segundo azote dio origen a una nueva marca horizontal que surcaba las nalgas del pequeño.

“¿Seguro que has sido bueno, Chiquitín?”

“Aaaauuu, no he hecho nada, Papi”

“Está bien, no me dejas otra opción” La vara volvió a cortar el aire hasta encontrar su redondo y carnoso objetivo, en el que no tardó en aparecer una tercera señal.

DOBLE RACIÓN 1

 Ya pasaban cinco minutos de la hora de salir y los que quedaban en la oficina se apuraban para recoger sus cosas. Entre el ir y venir de compañeros, Papi permanecía sentado con expresión de impaciencia.

“¿Qué pasa, no te vas todavía?”
“Tengo que recoger a mi chico, que todavía no se ha pasado por aquí. Debería haberme avisado si va a salir tarde”
“El jefe lo habrá liado en algún asunto”
“Aún así, sabe que me tiene que llamar. Me parece que un jovencito se va a ir a casa con el culo caliente”
“No pienses mal, hombre, seguro que Chiquitín se ha retrasado por cualquier cosa y que ahora mismo te llama”

Como si el teléfono de Papi estuviera oyendo la conversación, sonó en ese mismo momento.

“¿Qué te decía? Ahí lo tienes. Venga, hasta mañana”
“¡Hasta mañana!” Papi descolgó el teléfono. “¿Diga?”

No era Chiquitín quien hablaba sino don Daniel, el jefe.

“Soy don Daniel. Disculpe, Chiquitín me dice que le estará usted esperando; él no puede llamarle porque le tengo castigado”

El ceño de Papi se ensombreció y su tono se volvió más duro.

“¿Castigado? .... Ya me imaginaba yo que había hecho una de las suyas; espero que no sea nada grave”
“No, no se preocupe, se ha despistado y se ha retrasado en darme un recado, así que he tenido que corregirle. Lo tengo aquí de cara a la pared en mi despacho. Venga si quiere porque el tiempo de castigo se va a cumplir ya”

Papi se dirigió al despacho del jefe y llamó a la puerta. Cuando don Daniel le permitió el paso, se encontró con la escena que se había imaginado. Chiquitín y Pablito, los dos secretarios personales del jefe, se encontraban de cara a la pared, con las manos en la nuca y desnudos de cintura para abajo. Las nalgas y la parte superior de los muslos de los dos chicos tenían un color rojo brillante, y una regla de madera que reposaba sobre la mesa del jefe daba más pistas con respecto al castigo que había tenido lugar.

Al entrar Papi, Chiquitín giró muy tímidamente la cabeza, lo justo para comprobar que era su papá el que acababa de llegar, y avergonzado la inclinó todavía más hacia el suelo. A Papi le enterneció un poco esta muestra de vergüenza y de conciencia de haberse portado mal.

“Buenas tardes, don Daniel. Siento que Chiquitín haya sido travieso”
“Bueno, ha tenido un despiste. Estos dos jovencitos se han puesto de charla entre ellos aprovechando mi ausencia, y luego se han olvidado de avisarme de que había un par de llamadas que tenía que hacer. Así que se han llevado una buena azotaina los dos y han probado la regla. ¿Habéis aprendido la lección, chicos?”
“Sí, jefe”. Los dos jóvenes contestaron casi al mismo tiempo en un susurro apenas perceptible.
“No os oigo; a lo mejor es que no estais muy seguros de la respuesta y necesitais unos azotes más para estarlo”.
“Sí, jefe”. Esta vez los chicos se aclararon la voz y la respuesta fue más audible.

El jefe se levantó de la silla y se dirigió hacia donde estaba Chiquitín. Observó con atención su trasero enrojecido y lo palpó con calma como para asegurarse de que había hecho un buen trabajo.

“Vale, creo que vas a ser bueno. Puedes bajar las manos de la nuca” Acompañó las palabras de un par de palmadas cariñosas.

A continuación dirigió la vista hacia el otro muchacho, que también había bajado las manos y se acariciaba el culito, seguramente aún algo escocido.

“¿A ti te he dicho algo de que podías moverte, jovencito? Creo que te estás tomando muchas libertades”
“Yo ... perdón, jefe. Creía que ....¡Auh!....¡Aaaauh!”

Dos sonoros azotes se estamparon en las redondas nalgas del muchacho. A Papi le excitó la escena y alabó el buen gusto del jefe a la hora de elegir a su otro ayudante, un jovencito que era tan guapo de cara como por detrás. En realidad ambicionaba que un día le ascendieran, no sólo por el mayor prestigio y salario del nuevo cargo, sino por lo que aquello significaba en esa empresa: un secretario particular, dos en caso de un jefe de mayor rango como don Daniel, que le debería sumisión y obediencia y al que podría castigar cuando lo viera conveniente.

“¿Ya tienes claro cuando hablo contigo y cuando no, Pablito?” El jefe seguía ocupado en enseñar a su otro ayudante a comportarse.
“Sí, don Daniel. Perdón”
“De acuerdo. Entonces ahora sí, puedes bajar las manos y subirte los pantalones”

Chiquitín había sido más prudente que su compañero y se había limitado a bajar las manos y a frotarse el culito, pero sin saber si podía o no vestirse. Intentaba evitar la mirada que Papi le estaba casi clavando.

“Tu también, Chiquitín. Puedes irte con tu papá”

El jovencito empezó a subirse los pantalones sin atreverse a levantar la mirada hacia su papá, cuya expresión severa no tardó en captar el jefe. Creyó conveniente llevárselo a un aparte y hablar con él en voz baja.

“Chiquitín necesitaba una lección, pero ha sido castigado ya. No sea severo con él; por lo general estoy muy contento con su trabajo. Es joven y se equivoca a veces, eso es todo”
“Me alegro mucho de oírlo, jefe. Espero que en ningún momento se muestre respondón o desafiante; si le pasa algo así, sólo tiene que decírmelo y le aseguro que no se repetirá”
“No se preocupe; si ocurriera algo de ese estilo, puede estar seguro de que yo mismo le zurraría de lo lindo, pero desde luego también le informaría a usted a continuación, no olvido que es usted su padre. Lo de hoy ha sido una travesurilla; había que castigarle, desde luego, pero creo que ya está zanjado, no hace falta que sea duro con él”
“De acuerdo, es usted muy amable; de todas formas creo que unos cuantos cachetes en el culo al llegar a casa no le vendrán mal como refuerzo. Pero no se preocupe, no seré muy severo”
“Me parece bien. Hasta mañana”

Los dos hombres sonrieron y el jefe se despidió de Papi con una palmada cordial en la espalda. Con expresión seria pero no tan dura como antes, Papi cogió a Chiquitín de la mano y salieron juntos de la oficina.

Cuando Papi estaba muy enfadado, apuraba el paso y estrujaba un poco la mano de Chiquitín; sin embargo, ahora su paso y la presión que ejercía sobre la mano de su nene era normal. Sin embargo, papá e hijo caminaban en un silencio que Chiquitín sabía que no debía romper. Durante el camino a casa no cesaba de preguntarse si le aguardaba un nuevo castigo: la vara, el cinturón, la pala y el cepillo se aparecían sucesivamente en su imaginación.

Como se imaginaba, una vez en casa Papi lo agarró de la oreja.

“Que sea la última vez que el jefe me tiene que llamar para que vaya a buscarte porque estás castigado. No te van a quedar ganas de hacer el vago en la oficina”

“Por favor, Papi, el jefe me ha castigado ya ....”

“¿Y encima me contestas? Pues vas a cobrar otra vez”

“Papi ....”

¿Así que todavía tenía algo que decir? Para callar de raíz las protestas, Papi de forma casi refleja le dio un cachete no muy fuerte en la mejilla, algo que no solía hacer y de lo que se arrepintió enseguida. Debido a lo ocurrido en ocasiones anteriores, Chiquitín interpretaba las bofetadas en la cara como preludio a una gran paliza. El miedo a la vara, el cepillo, el cinturón o seguramente una combinación de todos ellos, combinados con la convicción de que el castigo era excesivo para la travesura, desataron su rebeldía. Se zafó de las manos de Papi, que ya le estaban bajando el pantalón, e intentó echar a correr.

En los pocos segundos que tardó en atraparlo e inmovilizarlo agarrándolo fuerte, Papi se dio cuenta de que la bofetada había sido un error sin duda, pero que no podía tolerar que Chiquitín desobedeciera y se rebelara de esa forma, así que tendría que ser castigado de forma más severa que los pocos cachetes que había planeado al principio. La zurra no iba a ser del todo justa, pero sí necesaria.

No obstante, estaba surgiendo un inconveniente inesperado. Papi era un hombre alto, corpulento y muy fuerte, que siempre había podido levantar a Chiquitín en peso sin problemas, sentarlo en sus rodillas, jugar con él casi como si fuera un muñeco sin peso, y desde luego colocarlo sobre sus rodillas y zurrarle sin un gran esfuerzo. Pero en ese momento encontraba difícil sujetar a Chiquitín para que no se escapara. Estuvo a punto de caerse mientras se sentaba en el medio del sofá y colocaba al chico sobre su regazo. Y le costó dios y ayuda el bajarle el pantaloncito hasta los tobillos.

Por fin el joven se encontró inmovilizado, desnudo de cintura para abajo y con el culito, casi ya completamente blanco, ofrecido a su papá para una buena azotaina que no tardó en comenzar. Papi notó el trasero de Chiquitín más rollizo que en otras ocasiones, y también pudo palpar, al agarrarle con fuerza el costado con la otra mano, que el chico estaba echando tripilla. La redondez del culo, más que culito, del chico le excitó de forma considerable y le animó a azotarlo con más ganas.

 

Unos diez minutos más tarde, todo el trasero del muchacho, desde la cintura hasta la mitad de los muslos, se encontraba de un rojo intenso. Papi, cuya erección creció todavía más al cambiar los azotes por caricias, se ablandó ante los sollozos de su nene.

“¿Vas a ser buenecito y no te vas a escapar más de Papi?”
“Sí, Papi, no lo haré más”

El tono de Chiquitín, que estaba a punto de echarse a llorar, enterneció a Papi. Lo levantó y, sin subirle los pantalones, lo sentó sobre sus rodillas. Al hacerlo volvió a notar el aumento de peso del chico; durante los últimos tiempos, desde que había empezado a trabajar como secretario del jefe, Papi había descuidado la dieta. Las consecuencias de este exceso de raciones dobles en comida y cena le pesaban ahora sobre sus rodillas.

Mientras le acariciaba el culito caliente, Papi besó con pasión a Chiquitín. Contento de haber recibido sólo la mano y de que sus temores fueran infundados, el chico se ofreció a las caricias de su papá con una entrega que motivó a Papi para desnudarle también de cintura para arriba, quitarle los pantaloncitos que colgaban de sus tobillos, y llevárselo a la cama. Ahora ya no era sólo uno de los dos quien tenía una gigantesca erección.

 

Mientras el chico dormía la siesta plácidamente en brazos de su papá, éste le palpaba todo el cuerpo, incluyendo el culito todavía algo rojo y caliente, y se ratificaba en la conclusión que hasta entonces sólo había percibido de forma vaga: el cuerpo de Chiquitín estaba cambiando y ya no era el niño delgaducho que había adoptado tres años atrás. Y la verdad es que el cambio era para mejor, sobre todo por el culo, ahora todavía más redondo y azotable que antes.

A pesar de esta satisfacción, por la mente de Papi empezaron a pasar las ventajas de someter a Chiquitín por primera vez a una dieta: esconder el chocolate, que seguramente el muchacho buscaría afanosamente, hacerle comer platos light que motivarían protestas .... Toda una fuente de escenas de desobediencia a las que seguirían muchos, muchos azotes. Y ¿por qué no?, Chiquitín tendría que hacer deporte, para lo cual se le podría poner un entrenador personal, provisto de una gran pala como en las películas americanas de jóvenes deportistas inclinados para recibir sus azotes que tanto le gustaban a Papi. Con estas placenteras ensoñaciones, el papá de Chiquitín cayó también dormido en una agradable siesta con su chico en sus brazos.

MI PRIMERA ENTREVISTA

 “¿Qué tienen que hacer los niños buenos, Chiquitín?”

“Estudiar, tío Sergio”

“¿Y qué se hace con los niños malos que no estudian?”

“Se les castiga”

“¿Cómo?”

“Pegándoles en el culo”

“Exacto” ZAS “se les da” ZAS “una buena” ZAS “zurra” ZAS “en el culo” ZAS “para que aprendan” ZAS ZAS ZAS

“¡Aaaaaaauuuuuuh!”

Chiquitín volvía a encontrarse sobre las rodillas de tío Sergio. Su pantaloncito y su calzoncillo reposaban en el suelo mientras el jovencito yacía desnudo de cintura para abajo, recibiendo una larga azotaina, además de una importante regañina. Tío Sergio disfrutaba de una baja por paternidad tras adoptar al primito Misha, así que Papi aprovechaba para confiarle la educación de Chiquitín; la academia a la que asistía el pequeño ya había dado el curso por rematado, puesto que quedaban pocos días para el examen de acceso como aprendiz a la empresa donde trabajaba Papi y las clases habían concluido para que los chicos prepararan la prueba en casa. Tío Sergio se encargaba de verificar que su sobrinito se supiera bien las lecciones para que aprobara el examen y empezara a trabajar y ser un niño de pro. Y era todavía más estricto que el profesor de Chiquitín en la academia: el menor fallo cuando se le preguntaba suponía un castigo, y aquella ya era la tercera paliza que el jovencito se llevaba aquel día. La primera se la había propinado con la regla, inclinado sobre la mesa, y la segunda sobre las rodillas con el cinto. Como el culete ya estaba muy sensible, ahora tío Sergio utilizaba sólo la mano; las nalgas tenían un rojo muy intenso, y había que evitar las magulladuras, porque probablemente Papi tuviera también que castigar al niño más adelante aquella tarde.

De buena gana tío Sergio hubiera continuado con un castigo que tanto le excitaba, pero empezaba a dolerle la mano, y todavía le quedaba mucho trabajo que hacer. Levantó a Chiquitín con cuidado de su regazo y sentó su culete ardiente sobre las rodillas para abrazarlo. El pequeño se apretó contra él mimoso y tío Sergio le llenó de besitos la cara y el pelo. Por su parte, Misha, que había observado con atención y también con morboso interés el castigo de su primito, se puso en la posición requerida, puesto que a continuación empezaría su clase: inclinado sobre la mesa con el culete desnudo en pompa. Se aseguró también de que la regla y el cepillo estuvieran cerca y al alcance de su papá cuando comenzara a tomarle la lección.

Tío Sergio había decicido, siguiendo el consejo de Papi, que había hecho lo mismo con Chiquitín durante los primeros meses tras la adopción, prohibirle a Misha llevar pantaloncitos ni calzoncillos en casa. De esa forma su culete desnudo estaría siempre disponible para un mimo o una azotaina. Esta norma sólo se incumplía cuando se llevaba al pequeño a dar un paseo, en cuyo caso se le vestía guapo con sus pantaloncitos cortos. A tío Sergio le encantaba ponerle y quitarle los calzoncillos a su hijo, pero ese placer lo sustituía por el de tenerlo casi permanentemente desnudo y al alcance de su mano, a veces cariñosa, otras castigadora.

El pequeño Misha había hecho muchos progresos en las pocas semanas que llevaba con su nuevo papá: ya era capaz de entender y pronunciar frases sencillas en un español bastante aceptable. Los azotes demostraron ser un método educativo muy eficaz; el uso constante de la regla, el cepillo y el cinto había conseguido que Misha dominara el alfabeto en un tiempo récord. Tío Sergio los usaba con tanto entusiasmo que ya había roto dos reglas, pero su hermano mayor, el Papi de Chiquitín, le había regalado una nueva regla de dura madera de pino que daba excelentes resultados y era la que ahora yacía al lado del culito desnudo en pompa de Misha, esperando a ser usada.

Tío Sergio estaba encantado, no solo de la rapidez con la que aprendía su hijo, sino con su adaptación a la estricta disciplina de la casa, en la que los niños debían ser muy obedientes y recibir largos y duros castigos cuando no hacían lo que mandaban los adultos. Misha se mostraba habitualmente dulce y dócil, sobre todo después de una buena azotaina. El único pero que se le podía poner al chico era una voluptuosidad excesiva, al menos para los rígidos cánones de su papá: los mimos y caricias le provocaban grandes erecciones, y deseos de jugar con su cuerpo que tío Sergio se cuidaba mucho de reprimir. La mayoría de las zurras que se llevaba el chico eran por esa razón, y además debían ser fuertes, porque los azotes flojos también le excitaban. Su papá tenía claro que los chicos debían acariciarse sólo cuando los mayores lo autorizaran, y a base de palizas, cariño y muchos besos, Misha iba pasando por el aro.

Tío Sergio levantó por fin a Chiquitín de sus rodillas y lo llevó de la oreja de cara a la pared. Por supuesto, no le permitió ponerse los calzoncillos otra vez, ni al chico se le ocurrió pedírselo. Su sobrinito se quedó con el culete muy rojo al aire, mientras tío Sergio se dirigía hacia su hijo, complacido con la forma en que había puesto el culito desnudo en pompa en posición de sumisión ante su papá sin que hiciera falta pedírselo. Sin muchos preámbulos, comenzó la lección y enseguida, con los primeros errores del chico, también llegaron los reglazos sobre las apetitosas nalgas de Misha. Dado el importante número de incorrecciones, tío Sergio acabó la lección poniendo a su hijo boca abajo sobre sus rodillas, y propinando una larga y concienzuda azotaina manual al trasero ya anteriormente colorado por la regla.

Cuando Papi llegó a casa de su hermano a recoger a Chiquitín, se encontró el escenario apacible que tanto le complacía. Ni rastro de ruido ni de desorden; los dos pequeños respetuosos y sumisos de cara a la pared, manos en la nuca, y desnudos de cintura para abajo luciendo unos preciosos traseros de un tono rojo brillante. Tío Sergio les levantó el castigo para recibir al recién llegado, y ambos niños corrieron a abrazarse a Papi, que repartió besitos, caricias y palmadas en los culetes calientes.

Ya en casa, Papi se negó a ponerle cremita en el culete a su hijo para aliviarle el escozor por los muchos azotes recibidos.

“No, Chiquitín. Todavía tengo que calentarte antes de acostarnos, como hago siempre. Dormirás más tranquilo con el culito bien rojo”

“Papi, noooo. Ya lo tengo muy caliente; pica mucho”

“Eso no es nada, ya te daré yo motivos para quejarte. Y no te pongas pesado, porque si no cogeré la pala y verás lo que es bueno. Sólo te voy a dar una zurra de nada con la mano y la zapatilla, así que no protestes tanto”

Un rato más tarde Chiquitín se encontraba de nuevo sobre las rodillas de un hombre. En esta ocasión Papi estaba sentado en la cama con el pijama puesto, y el pequeño, totalmente desnudo, recibía su azotaina de todas las noches. Mientras su culito volvía a escocer mucho, el muchacho soñaba con el examen que le permitiría trabajar y convertirse en un hombre. Aun siendo sólo un aprendiz, ganaría dinero, vestiría pantalón largo, y Papi tendría que respetarle. Segramente no volvería a ponerle sobre sus rodillas; ¿cómo azotar a un hombre que ya gana para sí?

Un zapatillazo especialmente punzante interrumpió la ensoñación del pequeño y le hizo soltar un fuerte quejido. Las marcas de la zapatilla y la mano de Papi se superpusieron sobre los grandes redondeles rojos anteriormente causados por tío Sergio.

La expresión de Papi al colgar el teléfono era elocuente: una amplia sonrisa de oreja a oreja le anunció a Chiquitín que había superado la primera fase de selección. Corrió a abrazarse a Papi, que le llenó de mimos y caricias.

“Que niño tan listo tengo. Estoy muy orgulloso de ti”

Al final el esfuerzo y las palizas de Papi y de Tío Sergio habían dado su fruto. Chiquitín tenía una de las mejores notas en la prueba escrita. Y la competencia era dura: muchos chicos se habían presentado, todos muy elegantes, con su pantaloncito corto y su corbata. Las normas de la compañía eran muy rígidas en ese punto, y había que empezar a cumplirlas ya en las pruebas de acceso. Varios jovencitos no habían sido aceptados en la prueba por atreverse a ir con un pantalón que tapaba la rodilla, o sin corbata, o despeinados. A otros se les había expulsado por hablar durante las pruebas o por intentar copiar. Chiquitín y muchos de sus compañeros pudieron oír algunas de las bofetadas y azotes con que sus papás recibieron a los muchachos rechazados.
Papi siempre había confiado en el éxito de Chiquitín y le había animado a presentarse. Una vez superada la primera fase de la selección, sabía que las otras serían fáciles, puesto que su jefe sentía predilección por el chico. Contento y orgulloso, sentó a su inteligente hijo sobre sus rodillas y lo besó tiernamente mientras le acariciaba los muslos y prometía llevarle a comer fuera y dejarle pedir lo que quisiera. Además luego podría jugar con la consola y el ordenador hasta hartarse. Y por la noche Papi le haría las caricias en la colita que a él tanto le gustaban ...

El día antes de la entrevista personal, segunda y última fase de la selección de aprendices, Chiquitín disfrutó de su cuarta jornada seguida sin zurras. Papi no lo había azotado desde el día anterior al examen; jugar a uno de los juegos que tenía prohibidos sólo le había valido un tirón de orejas y un rato de cara a la pared. Olvidarse el teléfono descolgado nada más que una regañina, así como dejar las verduras en el plato. Ahora que tenía posibilidades de empezar a trabajar, Papi comenzaba a considerarlo como un adulto. Si superaba la selección y entraba en la empresa, Chiquitín sería un trabajador más, aunque aprendiz. Se imaginaba guapo y elegante con su maletín y sus pantalones largos. Los mayores lo respetarían y no le tomarían el pelo, ni le darían palmaditas en el culete, ni le amenazarían con hablar con su papá para que lo zurrara, ni lo volverían a ver castigado de cara a la pared y con el culito rojo de una azotaina reciente, que era como Chiquitín solía mostrarse ante los invitados de Papi en casa.

Así pues, el día de la entrevista con el jefe, el muchacho se permitió el lujo de discutirle a Papi cual era la camisa y la corbata más adecuada para llevar. Cualquier otro día, esa actitud le habría costado un rato largo y doloroso sobre las rodillas de su papá y no poder sentarse cómodamente durante algunas horas, pero aquella mañana Papi se limitó a mirarle con cara muy seria, tanto que Chiquitín vio mejor obedecer a pesar de todo.

En la oficina de Papi había unos cuantos jovencitos de pantaloncito corto, naturalmente muchos menos que el día de la primera prueba. Chiquitín fue de los primeros en ser llamados; Papi se despidió de él con un besito en la frente y una palmada en el trasero mientras le deseaba suerte.
La expresión del jefe se animó a reconocer a Chiquitín.

“Hombre, jovencito. Que alegría verte por aquí. Enhorabuena por tu nota de la primera prueba”

“Gracias, Don Daniel. Muy amable”

“Ven aquí y dame dos besos. ¿Quieres un refresco?”

Este trato de niño decepcionó a Chiquitín, que había pensado que el jefe le daría la mano como a un hombre. Claro que ese primer punto se convirtió en insignificante frente a lo que vino después, cuando Don Daniel le hizo sentarse y comenzó a explicarle sus condiciones de trabajo:

“Muy bien, nene, tenemos negocios de los que hablar. Lo de emplear a chavalines como tú es una experiencia piloto. Algunos ejecutivos de la empresa se oponían, y otros hemos luchado mucho para defenderlo. Estamos a favor del estudio y del aprendizaje, pero creemos que, en lugar de que os esteis formando en casa hasta los veintimuchos años, es mejor que os formeis aquí trabajando. Algunos papás son un poco sobreprotectores, les gusta teneros siempre bien controlados, y les asustaba la idea. Lo cierto es que tu Papi era uno de ellos; no le echo la culpa, te quiere mucho y se preocupa por ti. Tiene miedo de que te pase algún accidente o de que te eches a perder. Pero a él y a otros papás como él les hemos asegurado que en el trabajo estareis igual de protegidos que en casa y que se mantendrá la misma disciplina. Y de eso me hago yo responsable”

Don Daniel sonreía de la forma protectora y autoritaria que tanto seducía a Chiquitín. El pequeño lo veía perfectamente capaz de convencer a los otros jefes de sus ideas; no era sorprendente que su plan se estuviera llevando adelante.

“No hareis el mismo trabajo que los mayores; estudiareis, tendréis algunas clases teóricas y también exámenes. Aunque otras veces desempeñareis tareas que ahora están haciendo los adultos, para que vayais adquiriendo responsabilidades. Se os pagará el sueldo completo de un adulto sin experiencia previa, aunque descontando los gastos de las clases y la formación. No se trata de tener mano de obra barata, todo lo contrario, queremos chicos educados y bien preparados, capaces de afrontar responsabilidades en la empresa en el futuro. Eso sí, el sueldo naturalmente no lo cobraréis vosotros. Lo administrarán vuestros papás mientras no seais legalmente mayores de edad, cuando cumplais los veinticinco años, o los treinta, si llega a prosperar la ley que está discutiendo ahora el Consejo de la ciudad”

Don Daniel adoptó su tono de voz más dulce ante la decepción que empezaba a evidenciarse en el rostro de Chiquitín. Sus ilusiones de ser tratado como una persona mayor se desplomaban ante sus pies, y eso que aún no se había entrado en detalle respecto a la cuestión más espinosa.

“Naturalmente a tu Papi y a otros les ha seducido la idea de que trabajeis y tengais una paga, en lugar de tener que mandaros a academias privadas muy caras para que se encarguen de formaros y tutelaros mientras ellos están trabajando. Pero ten por seguro que el aspecto económico no ha sido lo que más les ha convencido, sino la garantía de que estareis bien cuidados y de que la disciplina será la misma que en esas academias. Por supuesto, tendréis que vestir de uniforme. Vuestra ropa la he diseñado yo mismo, junto con los directores de otros departamentos y nuestro sastre. Estareis muy guapos con vuestra camisa blanca, pantaloncito, corbata, y jersey en invierno. Ni que decir tiene que el pantalón largo está prohibido, así como llevar el pelo largo, o tener vello, debeis de venir siempre bien afeitados, tanto la cara como el cuerpo. Tampoco usareis calzoncillos; no estaríais cómodos con ellos de todas formas, porque el pantaloncito de uniforme es muy ajustado y muy muy corto, más que el que llevas ahora”

Este último dato no sorprendió a Chiquitín conociendo los gustos de Don Daniel.
“Tendréis un supervisor que se encargará de vuestra formación y también de la disciplina. Para que se pueda ocupar de vosotros de forma personalizada, tendrá un máximo de cinco chicos bajo su supervisión; encargarse de vosotros será a partir de ahora su tarea principal. Se presentaron muchos voluntarios para el puesto, lo cual nos ha permitido elegir bien. Sólo hemos admitido a los empleados más veteranos, más respetados, con más autoridad, más estrictos, y más partidarios de la disciplina tradicional con los jóvenes, o bien por ser papás que han adoptado a uno, o mejor aún, a varios niños, o bien por haber trabajado ya como profesores o monitores de actividades juveniles. Todos ellos tienen una larga experiencia en educar a muchachos, y en castigarlos; y todos son muy partidarios del cachete y de la azotaina. Yo, como jefe, seré supervisor directo de mis secretarios, un puesto que, en el caso de que te seleccionemos, y estoy seguro de que va a ser así, me encargaré de que desempeñes durante algún tiempo. Será un placer enseñarte personalmente como funciona la oficina, ponerte sobre mis rodillas y azotarte siempre que haga falta”

Y Chiquitín que había pensado que el pantalón corto y los azotes se habían terminado ...

“Se os castigará cada vez que cometais alguna torpeza en el trabajo; pero sobre todo, siempre que no mostreis la debida obediencia y respeto por los mayores. Tomar chicle, decir palabrotas, mirar de forma desafiante, o cualquier otro signo de mala educación os valdrá una buena azotaina de vuestro supervisor. El pantaloncito de uniforme no lleva botón, sólo una hebilla que hace muy fácil bajarlo y dejaros con el culito al aire para poder castigaros siempre que haga falta. Las zurras tendrán lugar en privado, en un cuarto de castigo ya habilitado para ello y dotado de abundantes palas, cepillos, reglas, correas y varas, por si habéis sido muy traviesos o reincidentes y la mano no es suficiente. Si el supervisor creyera necesario dar ejemplo, se os azotará públicamente en el centro de la oficina delante de los demás aprendices y los empleados mayores. En uno u otro caso, después del castigo se os colocará desnuditos con el culo en pompa delante de toda la oficina durante un rato, para que todos vean los culetes rojos como un tomate y sepan que habéis cometido una falta. Supongo que está todo claro, ¿verdad Chiquitín”

El joven asintió. Estaba muy claro, aquello era una versión corregida y aumentada de la academia del maestro. Pantalones muy cortos, azotes, regañinas, y la humillación de estar desnudo ante todo el mundo, que todos vieran el culito rojo por las zurras, y seguir sin tener más dinero que la paga que le daba a la semana el roñica de Papi. Sólo había algo que no encajaba; si Chiquitín iba a seguir con su vida de niño de disciplina y supervisión por parte de hombres maduros, ¿por qué Papi había interrumpido las azotainas durante los últimos días? Desde su adopción tres años antes, Chiquitín no recordaba ni un solo día en el que Papi no le hubiera calentado el culete; sin embargo ahora llevaba cuatro seguidos sin zurra.

“Bien, por mi parte esta entrevista personal la tienes más que superada. Ahora te desnudaremos para que el sastre te tome las medidas para confeccionarte el uniforme. Ni que decir tiene que espero que seas muy dócil a partir de ahora. Te queda pasar la última prueba, que será demostrar al equipo directivo de la empresa que eres un niño bueno y obediente. Ya que tu culete va a estar con frecuencia a la vista y al alcance de la mano de tus superiores, pues a todo el mundo le gusta ver a chicos guapos con culos bonitos. Que eres guapo de cara ya lo podemos certificar yo y la foto de tu solicitud; ahora falta por saber si por detrás eres igual de guapo; yo lo sé, pero el resto de directivos no te conocen, así que ahora entrarás totalmente desnudo en una habitación con otros chicos, y el comité os observará de arriba a abajo. Os taparán la cabeza para que no podais ver y para que no se dejen influenciar por la cara, que valoren sólo vuestro cuerpo, y sobre todo vuestro culete. Por supuesto, tienes que ser muy sumiso, dejarte acariciar y poner sobre las rodillas de los ejecutivos, probablemente alguno no resista la tentación de darte unos azotes”

“Pero .... ¿mi Papi está de acuerdo con eso?”

“Tu Papi fue uno de los que propuso al equipo directivo que la selección de aprendices incluyera una prueba con los chicos desnudos. Aunque es cierto que todo el mundo aplaudió la idea”

Chiquitín comprendió, Papi tenía predilección por los culetes, y querría ver nalgas redonditas y de buen ver cuando presenciara azotainas en la oficina. Y estaba claro por que no había recibido azotes los últimos días en casa; su culito no debía tener marcas durante la inspección del equipo directivo.

Llamaron a la puerta, y un señor de mediana edad entró con un maletín.

“¿Ya es hora? Ah sí, llevamos charlando un buen rato. Chiquitín, este es el sastre que te va a tomar las medidas para el uniforme” A continuación se dirigió al recién llegado. “Puede empezar a desnudarle”

Aunque seguía estupefacto tratando de asimilar como iba a ser su nueva vida, o más bien como se iba a perpetuar su antigua vida, Chiquitín vio claro que sólo podía obedecer. Papi estaba de acuerdo con aquello, había participado en la idea de introducir las azotainas en la oficina, y le había apuntado en el proceso de selección porque esa era la vida que quería para él. Y Chiquitín debía de obedecer siempre a Papi; si Papi lo quería así, era porque era bueno para él. Además, estar bajo las órdenes del jefe y ser su secretario no dejaba de ser excitante.

El sastre levantó a Chiquitín con cuidado pero también con autoridad, y empezó a desvestirlo. Para deleite de su nuevo jefe, el muchacho no opuso ninguna resistencia cuando le bajaron los pantalones y luego los calzoncillos.
“Muy bien, pequeño, ya nunca volverás a usar calzoncillos aquí. Déjame ver .... supongo que tienes la pilila bien afeitadita ... perfecto, y el culete también ... al equipo directivo le gustan los chicos sin vello, sobre todo sin vello íntimo”

La toma de medidas duró un buen rato porque el sastre apuntó un sinfín de números. Aparte de la cintura, el ancho de hombros y el largo de los brazos, la confección del uniforme era tan detallada que tenía también en cuenta el largo del pene, el ancho del glúteo y otras medidas muy íntimas. Chiquitín se comportó de forma ejemplar facilitando el trabajo del sastre. Cuando acabaron, éste último tuvo que salir raudo a tomarle medidas a otro chico que hablaba con otro directivo en otro despacho, y el jefe mandó a Chiquitín inclinarse sobre la mesa con las piernas abiertas para verificar que el muchacho no tuviera ningún vello que pudiera incomodar al equipo directivo. Un empleado llamó a la puerta en ese momento, lo cual no distrajo al jefe de su inspección.

“La dirección dice que pasen ya los chicos, Don Daniel”

“Perfecto. Ponte este capuchón encima de la cabeza, Chiquitín. Así, ya sé que da un poco de calor. Y ahora deja que este señor te guíe. Pórtate bien”

El jefe se despidió del chico con una sonora palmada en las nalgas. El muchacho, desnudo y ciego, salió del despacho del brazo de su guía, que lo soltó tras avanzar unos pocos pasos. Chiquitín notó la presencia de alguien delante de él, y también de alguien que llevaba detrás; dedujo que era otro chico que tendría también la cabeza tapada. No hubo mucho rato para la confusión, porque prontó se alzó una voz.

“Muy bien, jovencitos. Ahora que cada uno ponga la mano en el hombre del que tiene delante. Así, bien ... ¿tú no te enteras o qué?”

Sonaron cachetes sobre algunas nalgas despistadas. Chiquitín se agarró al hombro desnudo que tenía delante, y el chico de atrás se agarró a su vez a él.

“Perfecto. Si a alguien se le ocurre quitarse el capuchón de la cabeza, queda eliminado. Ahora en marcha, seguid al que teneis delante”

El grupo comenzó a avanzar. Era difícil saber cuantos serían, Chiquitín calculó que entre doce y quince jóvenes. Habrían recorrido tal vez unos doscientos metros cuando entraron en una habitación en la que varias voces de hombres maduros charlaban animadamente.

“Buf, cada remesa vemos cuerpos más bonitos”

“Ven aquí, guapo”

Chiquitín fue tomado del brazo y puesto en fila entre los otros chicos.

“Muy bien, chicos, ahora todos muy quietecitos. Nos vamos a tomar un tiempo para examinar esos traseros. Venga, ¡todos inclinados sobre la mesa! ¡Culito en pompa!”

Chiquitín palpó la mesa y se inclinó sobre ella poniéndose lo más cómodo posible, al mismo tiempo que procuraba tener las piernas bien abiertas. Se oyeron pasos detrás de ellos; notó que escribían sobre su muslo con un rotulador. Una marca para poder evaluarlo, pensó. Los miembros del equipo directivo comenzaron a pasearse detrás de la seguramente muy apetitosa fila de nalgas, contemplando, palpando, acariciando y dando algún que otro azote.

“A ver, las piernas más abiertas ... mmm, que culo, redondito y sin vello”

Varias manos palparon con detenimiento las nalgas de Chiquitín; algunos las acariciaban con la yema de los dedos, otros las palpaban de forma más ruda, otros las separaban para contemplar el ojete, otras agarraban desde atrás los genitales del chico ....

Al cabo de un rato, algunos señores empezaron a tomar a los chicos del brazo, a sacarlos de la ordenada fila que formaban, y a moverlos a otro lado de la habitación para palparlos más en privado. Chiquitín notó que el hombre que se lo había llevado se sentaba, y empezó a acariciarle y sobarle todo el cuerpo a su antojo. Pareció complacerse cuando sus caricias hicieron crecer un poco la pilila de Chiquitín.

“Ajajá, que travieso, habrá que castigarte”

El joven se vio sobre las rodillas del ejecutivo, que le dio unos cuantos azotes flojos. No era el único, puesto que en la habitación resonaban muchas palmadas.

Al cabo de un rato, una voz anunció el fin de la prueba.

“Muy bien, señores, tenemos que comprobar a más chicos. Niños, os habeis portado muy bien. Por favor, seguid con las capuchas puestas y volved a formar la fila. Muchísimas gracias por vuestra colaboración”

La decisión del comité fue rápida; aquella misma tarde, Papi supo que Chiquitín había sido seleccionado. Esto le produjo una extraña mezcla de sensaciones: su chico había demostrado ser un niño inteligente, estudioso, sumiso, y además muy guapo. Papi estaba alegre y orgulloso: Chiquitín debía ser premiado. Pero también debía ser castigado: no le podía consentir su comportamiento de los últimos días, y además no estaba nada bien tenerle más de cuatro días sin ninguna azotaina. Un niño de esa edad necesitaba como mínimo una buena zurra diaria de su Papi para seguir siendo dócil y obediente.
Tras dudar un momento si premiar o castigar primero, Papi vio claro que era mejor empezar por el castigo. Entró, como siempre sin llamar, en el cuarto de juegos de Chiquitín.

“Jovencito, tenemos que hablar”

El tono de Papi ya situó a Chiquitín sobre la pista de lo que le esperaba, una vez pasada la cuarentena que había precedido a la entrevista de trabajo: una buena azotaina por su mal comportamiento de los últimos días. No había mucha resistencia que oponer porque el sueño de que las zurras se habían acabado ya lo había roto el jefe en la charla de aquella mañana, y además el castigo era merecido, había sido un niño insolente. Así que se limitó a protestar de forma débil cuando Papi lo agarró de la oreja.

“No has sido un niño nada bueno estos días, Chiquitín. No te he castigado como te merecías para que no fueras con el culito rojo a la inspección de los jefes, pero ahora te vas a llevar lo que es bueno”

El pantaloncito y calzoncillo de Chiquitín no tardaron en encontrarse tirados por el suelo, ni el pequeño en verse desnudito de cintura para abajo colocado sobre las rodillas de su Papi, en una postura que le era tan familiar como los azotes de la poderosa mano que empezaba a sentir sobre el culete.

“Ya sabes que quiero” ZAS “que seas bueno” ZAS “y responsable” ZAS, “y no distraído”, ZAS, “y mucho menos contestón” ZAS “como has sido” ZAS “estos últimos días” ZAS. “Papi te va a poner” ZAS “el culito” ZAS “como un tomate” ZAS. “Primero con la mano”, ZAS, “luego con la zapatilla” ZAS, “luego la pala” ZAS, “y luego el cinturón”, ZAS. “Te voy a dejar el culito” ZAS “caliente para el resto del día” ZAS, “que ya hace tiempo que no te llevas una buena zurra” ZAS “y te estaba haciendo mucha falta” ZAS, ZAS, ZAS

Dicho y hecho, Papi pegó con la mano hasta cansarse durante más de veinte minutos, antes de coger la zapatilla y poner rojo púrpura el culete de un sollozante Chiquitín. Como había echado de menos las palizas durante esos cuatro interminables días y cuantas veces había tenido que contenerse ... Pero ahora, niño y papá podían volver a su rutina habitual de castigos, muy dulce para Papi, no tanto para el pequeño.

A continuación, una larga parada llena de mimos y caricias antes de la segunda parte de la azotaina, en la que Papi hizo buen uso de una pesada pala de madera y del cinto; la variedad de instrumentos se vio acompañada de una diversidad también importante de posturas: Chiquitín se vio sobre las rodillas de Papi, inclinado sobre el sofá, tumbado sobre la cama, e incluso doblado con las piernas encima de la cabeza mientras el cinto impactaba y añadía bonitas señales sobre sus ya enrojecidas carnes.

Por fin Papi se sintió saciado y disfrutó contemplando y palpando los dos grandes tomates rojos en los que se habían convertido las nalgas de Chiquitín. El escozor le duraría el resto del día, asegurándole que el pequeño se portaría bien y sería más dulce y mimosón que nunca. Papi le mandó ir a buscar la crema, y alivió las ardientes posaderas del chiquillo durante un buen rato. A continuación lo sentó sobre sus rodillas; Chiquitín hizo un respingo cuando su maltrecho culete tuvo que apoyarse sobre el muslo de su papá, un gesto que a Papi le encantaba.

Papi le dijo en tono de voz muy serio:

“Jovencito, tenemos que hablar aún de otro tema”

“Papiiiii, otro castigo no, porfa. No será la vara ...”

“La semana que viene empiezas a trabajar con Papi en la oficina. Papi está muy orgulloso de ti y ahora lo vamos a celebrar”

A Chiquitín casi le pasó el dolor del culete de la alegría. Papi se echó a reir y lo abrazó con fuerza. Aparte de mimos y besos, el resto de la tarde lo dedicaron a complacer al muchacho, que fue un ejemplo de obediencia y buen comportamiento. Papi le hizo muchos regalos, lo llevó a un buen restaurante en el que le indicó discretamente al camarero que colocara un cojín en la silla de su hijo, y en casa le volvió a masajear el culete con crema. Le complació mucho que las nalgas todavía siguieran enrojecidas, que llevaran la señal de su papá.

Esa noche la disciplina se relajó y Chiquitín pudo ver la tele hasta las tantas, y luego disfrutar de los mejores y más placenteros mimos de Papi en la cama. Mientras se durmía dulcemente en brazos de su papá con el culo todavía calentito, Chiquitín ya no tenía ninguna prisa por ser adulto; continuar su vida de niño no estaba nada mal.

RUTH, RECIBE UNA AZOTAINA DEL DIRECTOR

—¡Levántate! —Cuando ella se levanta, cruzo la habitación. Mi paso es lento y digno. Me siento en el sofá haciendo que los muelles crujan ru...