domingo, 7 de marzo de 2021

Del lustrado de zapatos

Del lustrado de zapatos

Tenía 14 años. Estaba en segundo grado de secundaria, justo en esa época de la vida cuando crees que ya eres mayor, sientes que te puedes comer al mundo y no hay nada, o casi nada, a lo que le tengas miedo.

Una mañana apenas había empezado el día escolar, cuando la prefecta de mi grupo –la señora Lupita – entró a nuestro salón a hacer revisión de uniformes. El colegio de monjas en el que yo estaba era bastante estricto, debíamos llevar el uniforme completo y en perfectas condiciones, de otra manera había sanciones y notas a los padres. La señora Lupita nos hizo ponernos de pie y pasó fila por fila a revisar el estado de nuestros uniformes y nuestra apariencia en general. A algunas de mis compañeras las hacía pasar al frente después de reprenderlas por alguna omisión o desperfecto en su apariencia. Había quien había olvidado el suéter, quien llevaba una blusa que no era la del uniforme, alguna que se había presentado con las uñas barnizadas y algunas a quienes se acusó de no haber lustrado sus zapatos. Yo fui una de las últimas en pasar la inspección casi militar. Estaba tranquila, pues mi uniforme estaba en perfectas condiciones, no usaba las uñas largas ni me las barnizaba, llevaba los colores reglamentarios en mis adornos del cabello y mis zapatos, aunque algo gastados, estaban limpios. Eso creía yo al menos, porque cuando la prefecta me revisó, inmediatamente señaló mis zapatos.

-No lustraste los zapatos, jovencita. Pasa al frente, serás castigada y no podrás entrar a clase hasta que hayas lustrado los zapatos.
-¡Pero claro que los lustré! – exclamé en mi defensa, molesta por la exhibición ante mis compañeras
- Pues en todo caso no lo has sabido hacer. En la dirección te prestarán grasa para que lo hagas.
- No voy a hacerlo. Yo lustré hoy mis zapatos y no pienso volver a hacerlo sólo porque a usted le parece que no lo hice. – respondí muy molesta y en un clásico acto de rebeldía adolescente.
- ¡Me estás faltando al respeto, María Teresa!
- Usted también lo está haciendo conmigo. Si le digo que lustré mis zapatos es porque así fue, lo que sucede es que usted no pierde oportunidad de molestarme – dije convencida de que la maestra tenía algo personal en contra mía, ya que continuamente estaba afeando mi conducta, fuera ésta buena o mala.
- Me parece que vas a tener que ir a ver a la directora a explicarle todo esto, señorita, tienes una pésima actitud, estás siendo rebelde y grosera
- No es cierto. Me estoy defendiendo de sus injusticias – respondí francamente furiosa
- Vamos a la dirección
- Pues vamos – dije encogiéndome de hombros para hacer patente que no me atemorizaba
La prefecta me tomó del brazo y yo lo retiré violentamente, adelantándome para salir del salón. Ya en la dirección, la maestra entró antes que yo al despacho de la directora y después me llamaron. Como era de esperarse, la directora me dio un largo sermón sobre la disciplina, el respeto y todas esas cosas. Yo escuché en actitud displicente, como quien tolera el discurso de un necio.
- Si sigues en esa actitud, María Teresa, me veré precisada a llamar a tus padres. Haz el favor de obedecer: sal al pasillo y ponte a lustrar tus zapatos como lo están haciendo tus compañeras
- No voy a hacerlo – respondí cada vez más molesta, envalentonada y rebelde, convencida de que no habría forma de obligarme. Por supuesto, mi orgullo de adolescente rebelde, me hacía olvidar que las consecuencias por mi actitud podrían ser muy graves.
- Muy bien, entonces serás suspendida del colegio por quince días, para que reflexiones y aprendas a respetar y a obedecer a tus maestros. – Guarde silencio sin bajar la mirada, aunque internamente sentí que el alma me caía a los pies, si me suspendían, mi padre me daría una azotaina de las más severas, pero ya me había metido en aquello y no daría un paso atrás.
- ¿Eso quieres? ¿Quieres ser suspendida?
- No voy a lustrar mis zapatos porque ya lo hice. Usted tiene el poder para suspenderme, yo no tengo ningún poder más que el de no hacer lo que no quiero hacer. – Noté que mi voz temblaba y que mis lágrimas luchaban por salir, pero aún así decidí mantenerme en rebeldía.
- Muy bien, señorita, ya que persistes en esa actitud soberbia, llamaré a tus padres para que vengan a hablar conmigo y avisarles que serás suspendida por quince días.
- Llámelos – respondí indiferente encogiendo mis hombros, obviamente, en mi interior, sentía que el corazón se me detenía. Lo único que me consolaba un poco era que mi padre estaba de viaje y llegaría hasta esa tarde, por lo que no sería él, sino mi mamá, quién acudiría al llamado de la directora. Eso era un atenuante, ¡mi padre era capaz de azotarme ahí mismo, enfrente de las dos brujas!
- Sal al pasillo y espera ahí hasta que te llame.
Sin responder nada, salí del despacho y me senté en una banca del pasillo. En efecto, algunas de mis compañeras estaban ahí lustrando sus zapatos. Enseguida me preguntaron que qué había pasado, y yo, con una sonrisa de triunfo, les expliqué que no lustraría mis zapatos y que le había dicho algunas cuantas verdades a la directora.
- Dice que me va a suspender por quince días, pero a mí no me importa. No voy a hacer lo que ellas quieran, nada más porque sí.
- ¿Y tus papás? ¿Qué van a decir?
- Nada, nunca dicen nada.- Mentí, no iba a contarles que en casa tendría que bajar mis calzones, levantar mi falda y presentarle a mi padre el trasero para que me diera unos azotes. ¡Eso era humillante y acabaría con mi imagen de líder, independiente, rebelde y todo lo que yo había construido!
Mis compañeras me miraron con una mezcla de admiración y compasión y al poco rato se marcharon. Me quedé ahí sola y me senté con las piernas cruzadas sobre la banca a mirar a otros grupos que hacían deportes en el patio. Algo me hizo volver la mirada hacia la dirección justo cuando un hombre muy alto entraba al despacho de la directora, dándome la espalda. Aquel hombre había tenido que pasar a escasos metros de donde yo me encontraba, quizá no me había visto pues iría buscando la dirección. Era mi padre.
Toda mi soberbia y seguridad en mí misma se me fue hasta el suelo y tuve que controlar un temblor involuntario que me recorrió la espalda. Inconscientemente me senté de manera correcta. Ahora sí tenía problemas. Nunca esperé que las cosas tuvieran este desenlace. Al parecer, papá había vuelto anticipadamente de su viaje. Pasé una media hora terrible, con los ojos que se me llenaban de lágrimas, sintiendo temblores involuntarios, dolor de estómago, mordiéndome las uñas y los labios...
Me escapé un minuto con el pretexto de ir al baño y desahogué mi miedo, no quería que nadie me viera llorar, pero ahí, en el baño solitario, solté el llanto y las lágrimas que se me agolpaban en los ojos. Cuando me recompuse, volví a la banca del pasillo y esperé.


Papá era un hombre muy estricto, aunque cariñoso, tenía una idea muy rígida de la disciplina y el orden. No toleraba faltas de respeto, desobediencias ni groserías, justo todo lo que yo había hecho, al menos a los ojos de aquellas maestras (brujas, pensaba yo en aquel momento), que seguramente le estaban diciendo las peores cosas de mí. Mi única esperanza era que mi edad me salvara de la tunda, hacía casi un año –quizá seis meses- que papito no me pegaba, y yo había atribuido esto a que él me veía muy grande y que consideraba que las nalgadas ya no eran un castigo adecuado para mí.

Después de cuarenta minutos de angustia, la secretaria de la directora me llamó y me indicó que pasara al despacho. Necesité un fuerte suspiro y todo mi golpeado valor, para tocar la puerta.
- Adelante – se escuchó la voz de la directora. Tragué saliva y abrí
- Pasa, María Teresa. – me ordenó. Entré lentamente, esquivando la mirada de las maestras y me dirigí a mi padre que estaba sentado ante el escritorio.
- Papito… - murmuré aterrada, la simulación había terminado, no podía continuar con mi escena de rebeldía y orgullo en frente de mi padre
- ¿Me puedes explicar qué sucede contigo jovencita?
- Papito, yo… lo… lo siento… no creí que…
- ¿Qué ya hubiera regresado? – me interrumpió duramente. – Lo que estoy viendo es que te comportas de manera vergonzosa creyendo que saldrás airosa y no habrá repercusiones ¿No es así?
- No, no, papito, es que…
- Es que nada, María Teresa, te has comportado como una niña malcriada y majadera. ¿Crees que vas a seguir engañándome con tu actitud modesta? ¡Mientras yo estoy vigilándote tienes un comportamiento intachable, pero apenas me doy la vuelta tu conducta es vergonzosa!
- Perdóname, papito – murmuré llorando
- ¿Perdonarte? Primero tienes que ofrecer una disculpa a la señora Lupita y a la señora directora, a quienes has faltado al respeto.
- Sí, papá – murmuré, pero permanecí callada, muerta de vergüenza y rabiando de coraje por lo que yo tomaba como un fracaso ante las brujas aquellas.
- Ahora, María Teresa – ordenó en un tono que siempre me había causado escalofríos. Ni modo, tuve que tragarme todo mi orgullo y mi rabia y ofrecer una disculpa a las brujas, lo hice correcta pero poco sincera.

Sólo esperaba que mi padre no comenzara a describirme, enfrente de aquellas brujas, los detalles de mi castigo. Si ellas se enteraban de que mi padre iba a darme una tunda, no podría volver a mirarlas jamás y hubiera preferido escupirlas en ese momento para lograr la expulsión definitiva de la escuela. Afortunadamente, papito no dijo más.

Salimos del despacho y yo sólo me separé de papá para tomar mi mochila que había dejado en la banca del pasillo, después corrí para alcanzarlo en la escalera. Para mi vergüenza, él me tomó de la mano como a una niña pequeña y yo no pude resistirme, aunque recé por que nadie nos viera.

Me abrió la puerta de la camioneta y me subí en la parte de atrás. Durante todo el camino no me dirigió la palabra. Noté que íbamos hacia la escuela de mis hermanos, pues ya era tarde y había que recogerlos. Cuando llegamos, aún no salían los alumnos, por lo que estuvimos un rato estacionados en la calle. Papá seguía sin hablarme pero me armé de valor y rompí aquel angustiante silencio.
- ¿Me vas a pegar, papito? – pregunté muerta de miedo de escuchar un sí.
- ¿Tú qué crees jovencita? ¿Te mereces la tunda? – Guardé silencio
- Te hice una pregunta, María Teresa, estoy esperando tu respuesta
- Sí…yo… no… no sé, señor. Creo que… - iba a decir que creía ser muy grande para recibir una tunda, pero lo pensé mejor, aquello conllevaría a un reproche del tipo “si ya eres grande porqué te comportas como niña” y todo eso. Decidí ahorrármelo.
- Creo que… sólo tú puedes decidir si merezco la tunda, papito
- Yo ya lo he decidido. Te estoy preguntando si tú crees merecerla.
La situación era bastante incómoda: si decía que no, podría parecer una cínica, pero si decía que sí y papito no pensaba dármela casi lo obligaría a hacerlo. Quedarme callada nunca había sido una opción con papito, así es que debía decir algo.
- Papito, es que… yo no… yo sí había lustrado mis zapatos esta mañana y…
- No he preguntado eso, jovencita y además no importa. Si lustraste los zapatos, bastaba con decir a la maestra que lo habías hecho pero que si ella consideraba que no estaban bien lustrados lo volverías a hacer con todo gusto. Eso hubiera terminado con el problema, tu limpieza y veracidad no hubiera quedado en entredicho y te habrías comportado como debe hacerlo una niña bien educada. En cambio provocaste todo un teatro tragicómico, con berrinches de mocosa malcriada, faltas de respeto y actitudes poco adecuadas para una hija mía. – comencé a llorar, la reprimenda era mucho más dura de lo que yo estaba en ánimo de aguantar - ¿Quieres saber si te voy a pegar? ¡Pues claro que voy a hacerlo! ¡Parece ser que toda la mañana te afanaste en conseguirlo, no te voy a defraudar mandándote a tu cuarto sin cenar! ¡Tendrás una tunda en toda regla!
- ¡No seas muy duro, por favor, papito!
- No intentes regatear conmigo jovencita, se hará como yo digo y tú, si quieres evitarte problemas mayores, obedecerás. ¿Me has comprendido?
- Sí, papá – murmuré con la garganta anudada imaginando la zurra que me tenía preparada. Sólo esperaba que no me hiciera pasar por la vergüenza del rincón, yo que me sentía tan mayor, ¡castigada como una niña pequeña! Pero conocía tan bien a papá como él a mí y podía haber apostado que el rincón estaba entre sus planes, pues él sabía cómo me avergonzaba semejante castigo.



Ya en casa, al terminar la comida, papito se puso de pie y se dirigió a mí con un tono severo en su voz.
- María Teresa, hazme favor de subir a lavarte los dientes y bajas después a mi despacho. No olvides traer contigo el cepillo de madera, jovencita, lo vamos a necesitar.
- Sí papá – respondí temblando, al ver cumplidos mis temores
Toqué la puerta del despacho con un temblor en las manos y un escalofrío recorriéndome la espina.
- ¿Puedo pasar, papito? – pregunté en un murmullo
- ¿Trajiste el cepillo?
- Sí papá, aquí está – respondí entrando y extendiéndole el aterrador instrumento que nunca había servido para cepillar el cabello de nadie, sino sólo para azotar los traseros de mis tres hermanos y el mío, y aún así solía estar en el tocador del baño de mamá
- Creo que ya no hay nada que agregar a lo que hemos hablado, jovencita. ¿O me equivoco?
- No, papá… yo sólo… quería decirte que nunca he intentado engañarte – murmuré temblando y pasando saliva para tratar de deshacer el nudo de garganta que me impedía hablar con claridad. – No es cierto que cuando te das la vuelta yo me comporto mal, papito. Yo... bueno... es que...
- ¡Es que, nada, María Teresa! ¡Dime ahora que si además de la directora hubiera estado yo presente te hubieras comportado de la misma manera! – bajé la cabeza avergonzada. Papá tenía razón, cuando él no me miraba o cuando yo creía que él no tenía manera de saber lo que yo estaba haciendo, me transformaba en otra persona, actuaba con soberbia, con rebeldía y orgullo, actitudes que ni de broma exhibía ante mi padre. Si él hubiera estado presente, aun cuando no hubiera sido él quien me lo ordenara, sino la misma maestra bruja, yo hubiera lustrado mis zapatos sin chistar. No podía alegar nada a mi favor, así es que mejor guardé silencio.
- ¡Contéstame! ¿Te hubieras portado así?
- No, papá – respondí llorando
- ¿Y crees que te he educado sólo para que te portes bien cuando yo estoy vigilándote? ¿No se supone que si eres educada lo debes ser siempre? ¿Qué debes actuar bien porque estás convencida que así debe ser? ¿O acaso me he equivocado tanto en tu educación que lo único que te importa es evitar el castigo?
- No, no papito, claro que no… es que… yo… - Callé ¿qué podía decir? No tenía justificación ni escapatoria, el llorar y suplicar no servirían de nada, bien lo sabía yo, así es que más valía someterme y recibir el castigo. El se dio cuenta de que yo no diría nada más, así es que tomó la silla de su escritorio y la puso en el centro del despacho.

- Acércate- me ordenó. Yo obedecí lentamente, ya había empezado a llorar por la vergüenza y el temor. Me tomó del brazo y suavemente me hizo tumbarme sobre sus rodillas. Lo dejé hacer, tenía mucho miedo, yo bien sabía que los azotes con el cepillo de madera eran de por sí muy dolorosos, pero hacía ya seis meses o más que yo no recibía una sola nalgada, pensé que quizá estaría desacostumbrada y me dolería más.

Me levantó la falda hasta la cintura y enseguida me escalofrió sentir su mano tibia que se introducía por debajo de mis bragas y las deslizaba hasta mis rodillas. Cerré los ojos. Me puso su fuerte mano sobre la cintura para sostenerme y comenzó el castigo. Con el primer golpe solté el sollozo y me estremecí de dolor. Aquello sí que dolía, ya no me acordaba cuánto, era un ardor como de quemada e inmediatamente un hormigueo en la piel que se ponía caliente y muy sensible. Al décimo golpe empecé a gritar, a patalear y a suplicar que se detuviera, aunque yo bien sabía que era. Me agitaba retorciéndome de dolor y en un vano intento de liberarme y salir corriendo, aunque debo confesar que si hubiera logrado soltarme no hubiera tenido el valor para huir, sino que quizá me hubiera enderezado, sólo para suplicar una disculpa y me hubiera vuelto a poner en posición para que mi castigo continuara, con el riesgo de recibir algunos azotes extra por el atrevimiento.
- ¡Ya no, papito! ¡Ya no! ¡Te lo ruego, papito! ¡Ya no me pegues, por favor! ¡No volveré a hacerlo! ¡Me portaré muy bien! ¡Por favor! ¡Ay! ¡Por favor! ¡No tan fuerte, papito! ¡Por favor!

Papá continuaba regañándome duramente, repitiendo una y otra vez lo que ya me había dicho antes y asegurándome que volvería a azotarme tantas veces como fuera necesario hasta que yo aprendiera a comportarme.
Cuando por fin papá terminó de castigarme, yo me quedé aún inclinada sobre sus rodillas, sollozando y sobándome el trasero, pero el roce de mi mano me causaba más dolor que alivio, por lo que dejé de hacerlo. Deseaba echarme a correr y poner mi ardiente trasero en agua fría, pero obviamente no me atrevía a moverme hasta no recibir la autorización de mi padre. El mismo me ayudó a levantarme me extendió un pañuelo desechable y yo lo agradecí en un murmullo y me sequé lágrimas y mocos.

-Ahora párate en ese rincón – me ordenó señalando la esquina de su despacho que mi hermanos y yo llamábamos “el paredón” – Estarás ahí castigada con el trasero desnudo, a ver si así reflexionas y sientes algo de vergüenza por tu comportamiento.
- Si, papá – respondí obedeciendo muy avergonzada y llorando sin parar.
- No te muevas de ahí hasta que yo venga por ti.
- Sí, papito.

No sé cuánto tiempo estuve ahí, me pareció una eternidad. Pero cuando papá volvió a buscarme, me tomó de los hombros, me hizo dar la vuelta y me acunó en sus brazos cariñosamente. Yo solté todo el llanto y lo besé mimosa mientras prometía portarme bien en adelante. Y juro que era sincera, bueno.... ¡al menos hasta la otra!

RUTH, RECIBE UNA AZOTAINA DEL DIRECTOR

—¡Levántate! —Cuando ella se levanta, cruzo la habitación. Mi paso es lento y digno. Me siento en el sofá haciendo que los muelles crujan ru...