Llegué a la clase con más de treinta chocolatines guardados en la cartera entre los útiles escolares.
Recién rumbo casa comencé a preocuparme seriamente por el resto de los chocolatines y las posibles consecuencias de mis acciones, pues tenía plena conciencia de haberme apoderado de un dinero ajeno para malgastarlo todo en chocolate, sustancia que no me permitían consumir en exceso.
Ante mi se abrían entonces dos caminos: sincerarme con mamá y aceptar lo que sin duda caería enseguida, una severa reprimenda aderezada con alguna penitencia más o menos desagradable o bien cruzar los dedos, callarme la boca y, -que-fuera-lo-que-Dios-quiera-. Opté por lo último.
Por la tarde tampoco me pidió los cuadernos ni revisó mi cartera, de manera que, después en mi habitación, mientras completaba los deberes, devoré uno a uno todos los chocolatines que quedaban.
La evidencia delatora, o sea los envoltorios, los fui escondiendo en el fondo de la cartera con el propósito de deshacerme de ellos al día siguiente en los baños del colegio.
Todo marchaba a la perfección hasta que, en algún momento, mi organismo dijo basta.
Resistí la insistencia de mi madre para que tomara algún bocado, lloriqueando aseguré hallarme descompuesta. Papá observó que tenía el rostro muy congestionado. Luego de un breve conciliábulo, resolvieron mandarme a la cama, donde me tomarían la temperatura y me llevarían un te digestivo.
Por la mañana antes de salir para el trabajo papá pasó por mi dormitorio a observarme y se despidió con un beso. Al salir le oí decir a mamá que yo no tenía buen semblante, que por las dudas no me mandara al colegio y me tuviera en cama hasta el mediodía, si durante la mañana llegaba a tener vómitos o me quejaba de dolores intensos entonces que llamara enseguida a nuestro médico.
Yo, -a excepción de las molestias que me producía la picazón de la urticaria-, ajena por completo a las idas y venidas de mi madre, me encontraba en el mejor de los mundos. Hasta que escuché que hablaba por teléfono, al parecer con papá.
No quise escuchar más, con el corazón en la boca, regresé de un salto a la cama. La perspectiva de la enema, sospechada desde el momento mismo que me hizo sacar la lengua, resultaba de por sí desagradable, pero lo que me resultaba más inquietante era la “otra cosa” que iba a darme…
Permanecía yo en la cama, inmóvil, angustiada y con el oído atento a cualquier movimiento que revelara la proximidad de mamá, cuyas idas y venidas desde la cocina al cuarto de baño acompañaba mentalmente.
Mientras ella desocupaba la silla para tomar sentarse y colocar sobre su regazo la toalla doblada en cuatro, me pidió que me sacara la bombacha. Después hizo que me colocara atravesada boca abajo sobre la toalla como hacía siempre cuando me ponían enemas o supositorios.
Lo que percibí, una vez instalada de cara al piso, no fue la habitual sensación provocada por el molesto pico de la pera de goma tratando de franquear la entrada de mi cuerpo , sino una inesperada, fuerte, sonora y ardiente palmada en medio de las nalgas, a la que siguió otra, otra y otra del mismo calibre e intensidad…
En vano traté de ganar tiempo fingiendo no entender sus preguntas, eso le valió a mi desguarnecido trasero una crecida y violenta salva de azotes. Pues aunque aplicados con la mano abierta resonaban sobre mi piel como auténticos cañonazos.
Entonces, entrecortadamente a causa de los sollozos confesé todo de Pe a Pa. A medida que la verdad salía a la luz, el enojo de mi madre crecía y el vigor de sus azotes también…
Ellos eran partidarios de las penitencias, aunque, -algunas veces-, a mamá sobre todo, cuando se le volaban los pájaros, se le iba la mano, entonces sí, me propinaba tirones de pelo o de orejas… En tanto papá, -en las contadas oportunidades que logré sacarlo de las casillas-, se vio ocupó de encajarme sobre la ropa un par de palmadas, pero jamás fueron azotes y menos en las nalgas desnudas.