domingo, 24 de enero de 2021

Aquellos 50 céntimos

Cuando cursaba el quinto grado, revisando una de las viejas carteras de mamá, tuve la suerte,  lo que es, -como se verá-, sólo una manera de decir, de dar en el fondo de una de ellas con un ajado billete de cincuenta pesos, apenas visible en medio de un  revoltijo de manoseados papeles, olvidado allí quién sabe desde hacía cuánto tiempo.
Seré breve, fue verlo y calcular de inmediato la cantidad de chocolatines blancos que podía comprar lo que me impulsó a silenciar el hallazgo para transformarlo, al día siguiente, camino del colegio, en varios puñados de mis golosinas favoritas.

Llegué a la  clase con más de treinta chocolatines guardados en la cartera entre los útiles escolares.

Para no delatarme, los primeros los consumí en el baño del colegio durante los recreos y los papeles a medida que los desenvolvía los fui arrojando al inodoro.

Recién rumbo casa comencé a preocuparme seriamente por el resto de los chocolatines y las posibles consecuencias de mis acciones, pues tenía plena conciencia de haberme apoderado de un dinero ajeno para malgastarlo todo en chocolate, sustancia que no me permitían consumir en exceso.
 

Ante mi se abrían entonces dos caminos: sincerarme con mamá y aceptar lo que sin duda caería enseguida, una severa reprimenda aderezada con alguna penitencia más o menos desagradable o bien cruzar los dedos, callarme la boca y, -que-fuera-lo-que-Dios-quiera-. Opté por lo último.

Al comienzo la suerte estuvo de mi parte, cuando llegué mi madre estaba muy atareada, apenas si me prestó atención mientras me ayudaba a quitarme el delantal y lo mismo durante el almuerzo.

Por la tarde tampoco me pidió los cuadernos ni revisó mi cartera, de manera que, después en mi habitación, mientras completaba los deberes, devoré uno a uno todos los chocolatines que quedaban.
 

La evidencia delatora, o sea los envoltorios, los fui escondiendo en el fondo de la cartera con el propósito de deshacerme de ellos al día siguiente en los baños del colegio.

Todo marchaba a la perfección hasta que, en algún momento, mi organismo dijo basta. 

A la hora de la cena llegué descompuesta, el olor de la comida me producía nauseas, rechacé la  cena aduciendo un fuerte dolor de estómago.

Resistí la insistencia de mi madre para que tomara algún bocado, lloriqueando aseguré hallarme descompuesta. Papá observó que tenía el rostro muy congestionado. Luego de un breve conciliábulo, resolvieron mandarme a la cama, donde me tomarían la temperatura y me llevarían un te digestivo.

Haciendo ascos tomé aquel brebaje, el termómetro no acusó fiebre, de modo que no creyeron conveniente molestar al médico por una posible indisposición pasajera. Resolverían qué hacer conmigo al día siguiente de acuerdo al estado que presentara…

Por la mañana antes de salir para el trabajo papá pasó por mi dormitorio a observarme y se despidió con un beso. Al salir le oí decir a mamá que yo no tenía buen semblante, que por las dudas no me mandara al colegio y me tuviera en cama hasta el mediodía, si durante la mañana llegaba a tener vómitos o me quejaba de dolores intensos entonces que llamara enseguida a nuestro médico.

 Un poco más tarde mamá me trajo el desayuno a la cama. Aprovechó para colocarme el termómetro en la ingle. Al levantarme el camisón descubrió mi abdomen salpicado de erupciones y algunas ronchas enormes en la parte donde había estado rascándome.  Pero no dijo nada, solamente me informó que no tenía fiebre y por último me examinó la lengua.

Yo, -a excepción de las molestias que me producía la picazón de la urticaria-, ajena por completo a las idas y venidas de mi madre, me encontraba en el mejor de los mundos. Hasta que escuché que hablaba por teléfono, al parecer con papá.

Sigilosamente salté de la cama y me arrimé a la puerta para escuchar. Alcancé a oír que respondía con enojo: “-Sí, sí claro, le voy a dar una enema enseguida, pero antes va a recibir una que ni se la imagina…”

No quise escuchar más, con el corazón en la boca, regresé de un salto a la cama. La perspectiva de la enema, sospechada desde el momento mismo que me hizo sacar la lengua, resultaba de por sí desagradable, pero lo que me resultaba más inquietante era la “otra cosa” que iba a darme…
 

Permanecía yo en la cama, inmóvil, angustiada y con el oído atento a cualquier movimiento que revelara la proximidad de mamá, cuyas idas y venidas desde la cocina al cuarto de baño acompañaba mentalmente.

Por fin apareció en la puerta para ordenarme que me calzara las pantuflas para acompañarla al baño. Lo que hice sin demora. Allí estaba ya todo dispuesto: colgada del respaldo de la silla una toalla grande y sobre el asiento la palanganita de plástico con la pera de goma para enemas, el pote de vaselina y un paquete de algodón.

Mientras ella desocupaba la silla para tomar sentarse y colocar sobre su regazo la toalla doblada en cuatro, me pidió que me sacara la bombacha. Después hizo que me colocara atravesada boca abajo sobre la toalla como hacía siempre cuando me ponían enemas o supositorios.
 

Lo que percibí, una vez instalada de cara al piso, no fue la habitual sensación provocada por el molesto pico de la pera de goma tratando de franquear la entrada de mi cuerpo , sino una inesperada, fuerte, sonora y ardiente palmada en medio de las nalgas, a la que siguió otra, otra y otra del mismo calibre e intensidad…

Mamá suspendió momentáneamente el castigo para formalizar  un detenido interrogatorio. Quería saber: cuándo, cómo, dónde y por obra de quién había conseguido yo los chocolatines…

En vano traté de ganar tiempo fingiendo no entender sus preguntas, eso le valió a mi desguarnecido trasero una crecida y violenta salva de azotes. Pues aunque aplicados con la mano abierta resonaban sobre mi piel como auténticos cañonazos.

Entre azote y azote, mamá, me hizo comprender que resultaba inútil que me hiciera la desentendida o tratara de negar los hechos porque ella había descubierto en mi cartera los envoltorios de los chocolatines y blancos, -¡nada menos!-, los más indigestos…

Entonces, entrecortadamente a causa de los sollozos confesé todo de Pe a Pa. A medida que la verdad salía a la luz, el enojo de mi madre crecía y el vigor de sus azotes también…

Nunca hasta esa oportunidad, en los once años y medio que llevaba vividos había sufrido una paliza como aquella pues si bien mis padres eran ordenados y estrictos, no empleaban conmigo  castigos corporales.

Ellos eran partidarios de las penitencias, aunque, -algunas veces-, a mamá sobre todo, cuando se le volaban los pájaros, se le iba la mano, entonces sí, me propinaba tirones de pelo o de orejas… En tanto papá, -en las contadas oportunidades que logré sacarlo de las casillas-, se vio ocupó de encajarme sobre la ropa un par de palmadas, pero jamás fueron azotes y menos en las nalgas desnudas.

Una vez terminada la sesión de azotes, extendida y llorosa recibí, creo que hasta con cierto alivio, la intrusión de la pera de goma y la descarga del líquido en los intestinos… El resto del día lo pasé en la cama.


RUTH, RECIBE UNA AZOTAINA DEL DIRECTOR

—¡Levántate! —Cuando ella se levanta, cruzo la habitación. Mi paso es lento y digno. Me siento en el sofá haciendo que los muelles crujan ru...