- Señor Brown, aquí hay dos alumnas que vienen a verlo,- le comunicó su secretaria por el intérfono. - ¿Les ha preguntado de qué se trata, señora Howard? - El tutor de tercer curso las envía con una nota por hablar en clase de forma reiterada, señor. Por lo visto ha tenido que llamarles la atención varias veces. Robert suspiró. Lo que le faltaba. Precisamente ahora, cuando más ocupado estaba. Por culpa de las reglas que sólo permitían al director imponer castigos corporales, Robert había tenido que quedarse hasta tarde en más de una ocasión. Cuando había aceptado este puesto, no se imaginaba que iba a pasar tanto tiempo calentando el trasero de las revoltosas alumnas de la escuela. St. Claire era una escuela muy exclusiva, presumía de un excelente nivel académico y deportivo y mantenía una estricta disciplina. Raro era el día en que no tenía que azotar al menos a una o dos alumnas. Algunas veces parecía que se pasaba toda la mañana disciplinando a una jovenzuela tras otra. En los cinco primeros cursos había un total de casi 450 alumnas, a razón de tres clases de unas 30 alumnas por curso. A las chicas mayores raramente era necesario castigarlas físicamente, aunque los casos de indisciplina más graves también debía resolverlos Robert. Tenía ganas de decirle a la señora Howard que las hiciera esperar hasta que terminase lo que estaba haciendo, pero no quería hacerlas perder clases, así que con resignación le indicó que les preguntara el nombre y las hiciera pasar. Las dos pequeñas, de unos nueve años, entraron lentamente, con los ojos abiertos como platos. Robert tuvo que reprimir una sonrisa. Aunque en su vida privada era bastante bromista, es cierto que trataba de cultivar una imagen de persona seria y severa para beneficio de sus alumnas, pero tal vez tuviera demasiado éxito: Algunas de las más pequeñas parecían temerle como si fuera un ogro. En fin, bueno estaba aparecer como el malo de la película si servía para conseguir que se comportaran. - Susan Lloyd y Lila Thompson, ¿verdad? Ellas asintieron tímidamente con la cabeza. - Os han mandado venir a verme por hablar demasiado en clase. ¿No es así? Otro asentimiento. - Vaya, pues no parecéis muy habladoras para estar metidas en líos por hablar más de la cuenta. Está bien, sentaos y recordad que es de mala educación no responder cuando se os habla, ¿entendido? - Sí, señor. - Eso está mejor. Vamos a ver,- dijo, hojeando sus expedientes.- Susan, veo que ésta es la primera vez que visitas mi despacho, mientras que Lila ya ha estado aquí otras dos veces... Bueno, pues ya sé por qué estáis aquí. Debéis saber que no me gusta nada que mis alumnas impidan que las clases transcurran con normalidad.Pero todavía no he oído vuestra versión, así que si tenéis algo que decir en vuestra defensa éste es el momento de hacerlo. - Señor, nosotras apenas estábamos hablamos,- dijo Lila, que parecía ser la que llevaba la voz cantante. - Vaya, ¿queréis decir que vuestro profesor no está diciendo la verdad?,- se interesó Robert, implacable. - No..., no, señor... lo que ocurre es que estaba todo el mundo hablando, y el señor Lewis gritó que nos calláramos, y todas se callaron menos Susan y yo, que no nos enteramos. - Ya veo. ¿Y qué quiere decir eso de que estabais interrumpiendo la clase "de forma reiterada"? Ante esta pregunta parecieron quedarse sin respuestas. - ¿Es cierto o no que vuestro profesor os llamó la atención más de una vez? Si no lo es lo mejor será que me lo digáis para que yo lo llame y aclaremos este malentendido entre todos. Lila no respondió y Susan se echó a llorar. Robert suspiró de nuevo. - Vamos, vamos,- dijo, con más suavidad.- No hay para tanto. No os voy a comer. Pero me temo que no os habéis portado bien, y ¿sabéis lo que les pasa a las niñas que no se portan bien en Lakewood Hills? - ¿Les mandan a su despacho? - Exactamente. Y yo les doy unos azotes para recordarles que deben ser buenas... Vengan conmigo. Robert se levantó y colocó en el centro de la habitación la vieja y robusta silla que solía utilizar para castigar a sus alumnas. - Susan, acércate. Tú irás primera,- dijo mientras se sentaba, pensando que sería cruel hacer esperar a la pequeña que estaba más asustada.- Y Lila, mientras tanto tú vete al rincón y espera tu turno... Eso es, de cara a la pared... Y pon las manos sobre la cabeza... Buena chica. Una vez que Susan estuvo delante suya, Robert introdujo las manos por debajo de su falda, agarró el elástico de sus braguitas y se las bajó hasta las rodillas. A las alumnas de más de diez años siempre les permitía conservar esa última capa de ropa durante los castigos, como concesión a su modestia, pero con las pequeñas no lo consideraba necesario. - Venga, vamos allá,- dijo mientras la colocaba sobre sus rodillas y le doblaba cuidadosamente la falda sobre la espalda, dejando al descubierto su trasero desnudo. Sin más dilación comenzó a azotar con la palma de la mano las nalgas de la pequeña. Los golpes no eran muy severos, porque estaba claro que se trataba de una niña bastante sensible, que ya estaba hecha un mar de la lágrimas ante el hecho de estar siendo castigada. No había necesidad de ser muy duro con ella para que aprendiese la lección. A pesar de todo, la mano del director cubría el trasero de Susan una vez tras otra, y los azotes y el llanto resonaban en el silencio del despacho. En poco más un minuto Robert dio por concluida la azotaina y la ayudó a levantarse. Tras volverle a subir las bragas y alisarle la falda, le dio un beso en la frente y la abrazó, abrazo que la pequeña devolvió como si le fuera la vida en ella. - Ya está, ya está. No llores más...,- la calmó Robert, con ternura.- Ya pasó... Varios minutos después, cuando por fin consiguió que se dejase de llorar, Robert le indicó a Lila que se acercase y a Susan que ocupase su puesto. - Está bien, jovencita. Es tu turno,- le dijo. Tras prepararla del mismo modo que a Susan, Robert la tendió sobre sus rodillas y tras descubrir su trasero procedió a castigarla. Al contrario que su compañera, Lila parecía grande para su edad, y también bastante más dura. Robert tuvo que incrementar la fuerza de los azotes para obtener la reacción esperada. Los azotes se sucedían uno tras otros, entremezclados con la voz de Robert, que reñía suavemente a la pequeña, y más tarde con los llantos de ésta última. Las azotainas de Robert no tenían un numero fijado de antemano de azotes, sino que se prolongaban hasta que la rapazuela de turno, cualquiera que fuera su edad, llorase arrepentida, y Robert considerase que había aprendido la lección. Por eso en esta ocasión el castigo duró al menos el doble de tiempo. Cuando acabó, sin embargo, Lila era una niña que lloraba desconsolada, con las nalgas totalmente enrojecidas y la lección bien aprendida. "Bueno", se dijo Robert, "pues esto ya casi está terminado". No por primera vez, pensó que ahorraría mucho tiempo- y dolor de manos- si existiese una máquina automática de dar azotes. "En fin, no se puede tener todo." Sin más, el director consoló a Lila, llamó también a Susan, les permitió sonarse en el pañuelo que tenía a tal efecto y las mandó de vuelta a clase tras darles un pequeño sermón para recordarles que si no querían ser castigadas lo único que debían hacer era comportarse como Dios manda. "A ver si puedo tener un poco de paz", pensó mientras volvía a concentrarse en su trabajo. |
domingo, 24 de enero de 2021
El castigo del director 2
RUTH, RECIBE UNA AZOTAINA DEL DIRECTOR
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